La pandemia se empeña en mantener el monopolio informativo, pero otras noticias nos recuerdan que no todas las amenazas provienen de virus microscópicos. Como cada verano, el peligro de incendio acosa el entorno natural y los bomberos vuelven a ser protagonistas. Seguramente junto con el personal sanitario y el profesorado, forman parte del grupo de héroes contemporáneos. Mujeres y hombres que se enfrentan a aquello de lo que todos huimos y, sin ningún tipo de afán de protagonismo, le plantan cara. Es curioso que hayan pasado a la historia grandes incendios como el de la Biblioteca de Alejandría (48 a.C.), Roma (64 d.C.), Londres (1666) o el Liceo (1861 y 1994), pero no sabemos el nombre de los que han trabajado para apagarlos y eso que hace siglos que existen.

El emperador Augusto creó los Vigiles, que eran los encargados de evitar que se prendiera fuego en las viviendas de Roma. El peligro era muy evidente, puesto que se construían con madera y para cocinar, iluminar y calentar era necesaria una llama. Los vigiles tenían cuarteles diseminados por toda la ciudad y estaban equipados con la tecnología del momento: escaleras, cubos con cuerdas, hachas e, incluso, una bomba hidráulica (sí, ya existía. La habían inventado los griegos). También había leyes de prevención de incendios y era obligatorio tener una jarra grande con agua de la misma forma que ahora hay un extintor en cada rellano de los bloques de pisos. Todo esto no solo era exclusivo de la capital del imperio. Se sabe que en Tarraco había vigiles y en excavaciones arqueológicas realizadas en lugares como Barcelona se han encontrado restos de estas «jarras antiincendios».

Durante la Edad Media este trabajo iba a cargo de los gremios, aprovechando sus especialidades. Los constructores se ocupaban de velar por la estructura de los edificios, y los toneleros, del transporte del agua. El problema de las poblaciones medievales era que las calles eran muy estrechas y la propagación de un incendio era muy fácil. Por ello habitualmente se aconsejaba derribar la casa o, como mínimo, el tejado. Una solución radical pero un mal menor.

Las primeras organizaciones de cuerpos de bomberos en Catalunya aparecieron en el siglo XIX por una confluencia de factores. Por un lado estaban los zapadores del Ejército y del otro las compañías privadas pagadas por las empresas de seguros.

Jesús Mestre Campi es una de las personas que más sabe de la historia de los bomberos, a la que ha dedicado buena parte de su vida. Gracias a él, por ejemplo, se sabe que el famoso arquitecto Antoni Rovira Trias, antes de dedicarse a la construcción, fue jefe de bomberos de una aseguradora. De hecho, cuando ocupó la plaza de arquitecto municipal de Barcelona, también ejerció de jefe de bomberos de la ciudad. No solo se encargaba de ese trabajo, sino que además reflexionó sobre el oficio para intentar mejorarlo. Por eso en 1845 escribió un Tratado de extinciones de incendios, donde además de compartir las técnicas más modernas que existían para luchar contra el fuego, insistía en la importancia de una buena organización para ofrecer un servicio eficiente. Remarcaba, por ejemplo, la necesidad de que hubiera un médico en el cuerpo para atender las intoxicaciones de humo y las quemaduras y un instructor de gimnasia para que los bomberos mantuvieran una forma física adecuada a las exigencias de su profesión. De hecho, hoy en día, las pruebas físicas de acceso al cuerpo son temidas por muchos aspirantes. Ahora bien, una de las cosas que más interesaban a Rovira Trias era prevenir los incendios, porque la mejor manera de evitar el desastre de las llamas es que el fuego no empiece. En su opinión, uno de los puntos potencialmente más peligrosos de la ciudad eran los teatros. No iba nada desencaminado. En 1861, el Gran Teatre del Liceu quedó destruido por la voracidad de las llamas. No sería la última vez. En 1994 ocurrió lo mismo.

Ahora que la sociedad cada vez es más urbana, las ciudades son un entorno más seguro que siglos atrás. En cambio, las áreas rurales y naturales son el talón de Aquiles. Literalmente, cualquier pequeña chispa puede convertir un bosque en un infierno donde solo se atreven a acercarse los bomberos.