Lo mejor de la crisis cubana es la noticia confirmada ayer según la cual a la reunión del buró político del Partido Comunista convocada por Miguel Díaz Canel apareció con su uniforme de teniente general y todas sus medallas Raúl Castro, acompañado por los dos supervivientes aun activos de la épica revolucionaria, Ramiro Valdés y Machado Ventura. Los tres nonagenarios. Según algunos, Castro se presentó llamado por un muy nervioso Díaz Canel; según otros, el trío apareció de repente: una fantasmagoría que acojonó a los dirigentes reunidos. Lo cierto es que, a petición o no del actual jefe del Estado, Valdés salió hacia Santiago y Machado hacia Villa Clara, dos importantes focos de protestas, y lo hicieron acompañados de sendos equipos de Seguridad del Estado y secciones de infantería al mando de un teniente. La gente –los que protestaban y los que no– se quedó bastante estupefacta y deslizan algunos informes que las aguas de la ira y el hartazgo se aquietaron, al menos momentáneamente. Es un recurso más bien melancólico. Tal vez pueda utilizarse alguna que otra vez, pero que no abusen: más temprano que tarde los correrán a palos, a los viejitos, si el ejército no dispara antes. No hay prestigio legendario ni arrugas heroicas capaces de acallar la indignación, el hambre, el cansancio de tantas mezquindades, reveses y putadas físicas, morales y espirituales acumuladas en más de medio siglo de autoritarismo hampón.

Por supuesto que el régimen cubano tiene un problema de legitimación. No de legitimación democrática: de legitimación revolucionaria. Fuera y dentro de Cuba he conocido a muchos cubanos que odiaban o detestaban a Fidel, pero muy pocos que aseveraran que Castro era un idiota, un huevón o un incapaz, tres virtudes que adornan, según la inmensa mayoría de isleños, al camarada Díaz Canel, dando golpecitos temblequeantes sobre la mesa en su discurso televisivo. Fidel Castro pasó velozmente de ser el liberador carismático de una dictadura sórdida y bestial en el creador de un régimen que prometió dignidad y bienestar para todos. Ha fracasado salvo en el objetivo esencial de todas las tiranías: perpetuarse incluso más allá de la desaparición física de su fundador. Es desolador escuchar en Europa o América Latina la apología grotesca de una farsa revolucionaria que se defiende a sí misma primero, después a sus generales y su burocracia, y al final, a sus canciones y relatos de amor. La gente es sacrificable. La gente debe ser sacrificable para disponer de un futuro radiante donde todo será de todos. Lo cierto es que el sistema se hunde y ya no existe una Venezuela con 100 dólares el barril capaz de mandar petróleo y divisas en un chorro ininterrumpido de ayudas que, junto con la eclosión del turismo y la apertura a la inversión de grandes capitales en Cuba, sirvieron para superar el desplome del bloque soviético. Es curioso cómo un virus trasladado desde China está aniquilando la industria turística cubana. La covid es, en esta coyuntura, más peligroso que el Departamento de Estado, más peligroso que la CIA y todas las centrales de inteligencia, mucho más peligroso que el Pentágono. La covid supone un auténtico bloqueo, bloqueo que desanima y espanta a los muchos cientos de miles de turistas europeos que visitan la isla anualmente, un bloqueo real y cruel, y no esa estúpida fantasía, de la que los habaneros son los primeros en reírse, que es el bloqueo estadounidense.

Díaz Canel puede seguir berreando entre amenazas y súplicas: el modelo no aguanta más y la lealtad de las Fuerzas Armadas – la verdadera columbra vertebral del país, la institución estructural y estructurante del régimen- será unánime hasta que la gestión de las principales empresas y entidades públicas de la República, en manos de generales y coroneles, les sirva para mantener su nivel de vida y sus expectativas económicas. No les queda mucho tiempo. Deberían negociar. Patria y consenso. O desaparecerán.