No podía ser de otro modo e Italia, con su acreditado oficio y su garra histórica, conquistó su segunda Eurocopa y dejó otra vez a Inglaterra compuesta y sin trofeo. El nuevo y viejo fracaso de la selección insular en el continente estuvo precedido de disturbios, agresiones y robo de billetes a los espectadores y de acreditaciones a la prensa, y entradas por la fuerza a Wembley, que sobrepasó el aforo permitido, ante la ineficacia policial. Y fue rematado con peleas al viejo estilo por la frustración de la derrota. La Eurocopa de la pandemia probó la incompetencia de la UEFA, que no sirvió ni a las sedes elegidas a dedo; tuvo pésimo arranque porque el impresentable Ceferin prohibió la iluminación arcoíris del Allianz Arena de Múnich durante el partido entre Alemania y Hungría como protesta por la ley del parlamento magiar que prohíbe que los menores de dieciocho años tengan información sobre homosexualidad e identidad de género y que puede significar la salida del país de la Unión Europea. Justificó su cacicada alegando que el apoyo luminoso al colectivo LGTBI era “una decisión política”; y, como respuesta ejemplar, centros deportivos e instituciones federales lucieron los siete colores en sus edificios, y ciudadanos sensatos recordaron al ultraderechista mandatario que efectivamente era una decisión política, porque la política está en todas partes como causa y consecuencia de los cambios sociales, económicos y culturales del mundo y que su negación, por cualquier persona o bando, era una muestra de aberrante totalitarismo

No vimos el mejor fútbol en la fase de grupos que, sin grandes sorpresas, aupó a los favoritos Pero en las eliminatorias a partido único disfrutamos de una suerte de justicia poética que, después, dejó en la cuneta a los máximos aspirantes. Con tres títulos (1972, 1980 y 1996), Alemania cayó ante Inglaterra; con igual saldo (1964, 2008 y 2012) España se estrelló contra la futura y correosa campeona; Francia, con dos entorchados (1984 y 2000) no superó a la sorprendente Suiza y Portugal, vigente campeón (2016) se despidió ante Bélgica…

Imprescindible en cualquier deporte, la emoción llegó ante los finales inciertos, las ocho prórrogas y las cuatro tandas de penalties; cuentan los desencantos de los trasquilados aspirantes y los discretos arbitrajes, con una excepción que no quedó libre de sospecha. Inglaterra pasó por primera vez a la final de la competición por una extraña caída en el área de Dinamarca que Danny Makkelie convirtió en pena máxima, frente a la opinión mayoritaria de la crítica deportiva. Muchos vieron detrás de la decisión la cercanía torticera del esloveno que premió así a los clubes ingleses que, instados por Boris Johnson y el siniestro capo de la UEFA, abandonaron en masa el proyecto de la Superliga que la justicia ordinaria mantiene viva. Esta maniobra coincide con los actuales y costosos fichajes del PSG, que vulneran las reglas del fair play financiero con la complacencia de la federación francesa y la autoridad europea. Y estas son las indecentes y aparatosas colas de la Eurocopa de la pandemia, las prórrogas, los penalties y las malas mañas de Aleksander Ceferin.