La noticia de que desde el Ministerio de Defensa de Ucrania se planea que las soldados de dicho país desfilen sobre altos tacones en la marcha conmemorativa de su Día de la Independencia me ha llenado de perplejidad. Por supuesto, no he sido la única. La idea ha despertado las críticas de numerosas personas que consideran una práctica sexista que las militares no cubran sus pies con las botas propias de su uniforme. Y, ante semejante dislate, no puedo por menos que recordar cómo hace apenas cuatro años los miembros del Parlamento británico debatieron en la Cámara de los Comunes una importante cuestión cuya relevancia quedaba fuera de toda duda. Un comité parlamentario había procedido previamente a elaborar un informe de cincuenta y cuatro páginas titulado “Tacones altos y códigos de vestuario en el puesto de trabajo”, que reflejaba, a su vez, un estudio en profundidad realizado tras recabar setecientos treinta testimonios de mujeres afectadas por imposiciones en sus vestimentas de trabajo. No se trataba únicamente de los perjuicios asociados a llevar tacones durante horas y horas, sino de atender a otras directrices como las de teñirse la raíz del cabello, exhibir atuendos sugerentes o aplicarse maquillaje con frecuencia. Aquel debate en sede parlamentaria no fue vinculante, pero aumentó notablemente la presión política y social para que las empresas eliminasen de una vez por todas tan lamentables exigencias.

La joven promotora de aquella justa reclamación fue despedida de su puesto de recepcionista cuando se negó a cumplir la imposición de sus jefes de usar tacones, alegando que en nada favorecía al desempeño de sus tareas y que, por el contrario, iba en detrimento de su salud. En un principio, temió posibles represalias ante su postura, pero pronto se dio cuenta de que era necesario elevar la voz y denunciar una situación completamente fuera de tiempo y de lugar. Así lo entendieron también los más de ciento cincuenta mil firmantes que, apoyando su reivindicación, consiguieron convocar a sus diputados para instar al Gobierno a revisar tales usos y a hacer efectiva una legislación que sufría un constante incumplimiento por parte de numerosos empleadores de los sectores profesionales más diversos.

Resulta lógico que en determinadas profesiones se contemplen directrices en cuanto a la forma de vestir, habida cuenta su relevancia en la ejecución de la actividad a desarrollar. Por ejemplo, nadie discute que en una cocina sea imprescindible lucir el cabello recogido y cubierto por cuestiones de higiene. Sin embargo, ¿de qué modo o en qué grado mejora el desempeño de una tarea el hecho de llevar la falda a una altura determinada o de elevarse sobre unas alzas diez centímetros por encima del suelo? Revisar estas diferencias tan extremas entre las indumentarias masculina y femenina en el ámbito laboral es otro reto más en aras a reducir la recurrente discriminación. De ahí que muchas compañías aéreas y ferroviarias ya hayan modificado los otrora estrictos códigos estéticos de sus azafatas, permitiéndoles utilizar pantalón al igual que sus compañeros.

En España existen precedentes judiciales sobre esta materia. Así, en julio de 2016 el Tribunal Superior de Justicia de Madrid anuló la sanción de seis meses de suspensión de empleo y sueldo impuesta a una guía de Patrimonio Nacional que se negó a vestir el uniforme y a calzar zapatos de tacón. En dicha sentencia se afirmaba que obligar a las mujeres a llevar tacones en el trabajo, mientras que los hombres que realizan las mismas funciones pueden usar zapato plano, es una distinción vinculada al sexo y, por lo tanto, una actitud empresarial que no está objetivamente justificada. En consecuencia, la empresa debe ofrecer a las compañeras que lo requieran la opción de un calzado de iguales características que el de los varones. Parece mentira que a estas alturas de la Historia tengamos que seguir reclamando obviedades de semejante naturaleza, pero lo cierto es que, por desgracia, aún nos quedan numerosas barreras por franquear. A mi juicio, demasiadas.

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