Gracias a un breve y hermoso documental producido por el Gobierno de Canarias he descubierto que este año se ha cumplido el treinta aniversario de la muerte del poeta Eugenio Millet. Treinta años. Un día de marzo de 1991 lo encontraron en su piso de alquiler de La Laguna. Se había matado: amaba demasiado la vida como para soportarla tal y como se le mostraba. Treinta años, Yeyo, y ahora, en un casete, escucho de nuevo tu voz, la voz melodiosa de un tímido que se fingía incesantemente a sí mismo. «El poeta es un fingidor/y finge tan completamente/que incluso finge dolor/cuando de veras lo siente». Claro que ni tú ni yo habíamos leído entonces a Pessoa. No creo que te hubiera gustado. Todos los poetas que creó Pessoa atraen con su tóxica lucidez a los que disfrutamos de la vida y no la soportamos, exactamente lo contrario que tú, que la amabas y apenas la podías tolerar.

En 1991 no había desaparecido del todo ese Santa Cruz de Tenerife de los años ochenta, pero si pegabas el oído al asfalto de las Ramblas ya se escuchaba cómo se aproximaban las exequias. Si uno se empecina en buscar símbolos –como hacías tú– tu desaparición anunció el fin de ese conjunto de curiosidades, demasías, paliques, drogas, pachuli, tertulias, rebeldías, sexo demasiado misericordioso o demasiado inmisericorde, soles de madrugada y genialoides artisteos que apenas duraron una década y que tenían su punto neurálgico y bullanguero en el kiosco La Paz y en tres o cuatro baretos y pubs por encima de la Rambla. Noches en el kiosco La Paz, ay que patsa, como cantó Palmera con una nostalgia fulminante cuando todavía el camarero recogía los últimos vasos de la movida. Patsa era la palabra clave, por supuesto. No lo creerá nadie pero cuando cerraba el kiosco los casimúsicos, los mediopoetas, los semipintores, los cineastas de un solo corto y los fotógrafos de una sola fotografía seguíamos ahí sentados sobre las sillas metálicas, guirres noctámbulos y sedientos, y alguien tenía siempre una botella, una garimba o un poco de mira que cosa café, que te pone bien y como nuevo otra vez. Tampoco conviene exagerar: éramos como mucho medio millar de adolescentes y jovencitos que se seguían a sí mismos con un fascinado narcisismo. Una milonga ambulante y al mismo renuente a dar un paso. Yeyo estaba en toda ese barullo pero siempre me pareció, incluso en sus escasos momentos dionisiacos, que estaba muy solo, solo recitando poesías que luego destruía o abandonaba en un pub o en un banco o solo explorando las altas cañas del García Sanabria a la luz de la luna mercenaria, y esa soledad de fue agravando con los años.

Millet era homosexual. «No me llamas homosexual, yo soy maricón y quiero ser maricón». Si le era difícil expresar tesis o desarrollar argumentos con pretensiones teóricas es porque siempre se priorizaba a sí mismo con gracia y pillería: una defensa trivial y juguetona contra las hoscas ofensas de la vida. Tampoco lo creará nadie pero era difícil, problemático y a menudo humillante ser homosexual en Santa Cruz de Tenerife en los años ochenta. Yeyo sufrió varios altercados, alguna que otra agresión, y la mayoría seguía tratando a los agresores, aunque le hubieran soltado una hostia o pegarle una patada. A mí me horrorizaba esa violencia física o verbal planamente normalizaba, pero Millet jamás admitía hablar de ella, nunca, porque para él eso era rendirse. Han pasado treinta años, treinta, y las cosas han cambiado para mejor, y me pregunto si un Yeyo al borde de los sesenta tacos, en un mundo menos homofóbico, hubiera podido ser feliz o pactar con la desdicha. Las mejoras todavía no impiden que se asesine a un joven homosexual, Samuel Luiz, quitándole la vida mientras se le grita maricón. Del magnetofón sale la voz de Eugenio Millet cantando una de sus últimas canciones: «Gozar/gozar/ con el palo de la bandera/gozar/gozar/ con la insignia nacional».