No parece civilizado ese comentario de Aznar que pide tomar nota de los empresarios que manifiestan su apoyo a los indultos. No es alentadora la comprensión del poder que delata. Asume que el poder se orienta por aquellas manifestaciones que no le agradan desde una perspectiva partidista. No se percibe como administrador de derechos, sino como actor que decide desde la afinidad ideológica. Aznar asume que esa concepción es la regla de juego normal y pública. Estar a favor o no de los indultos es la expresión de libertad y Aznar cree que debe ser castigada. Que un tipo influyente considere normal pronunciar amenazas de futuro, que implican parcialidad, trato prejudicial y discriminación a los administrados, es instalarse en la prevaricación como norma.

Que nadie haya puesto el grito en el cielo ante esta escena, nos permite concluir que los españoles ven como natural que el poder beneficie a los suyos. Dado que estamos hablando de una persona que estuvo en el poder ocho años y que se presenta como el consejero de la presidenta Díaz Ayuso, no podemos decir que esté especulando. Más bien está induciendo. Pero el comentario sugiere una especie de despecho, como si los suyos se hubieran pasado al enemigo. En este sentido, lo que revela Aznar es el sentimiento de haber sido traicionado, como si esos amigos tuvieran el deber incondicional de enrolarse en las filas de su batalla partidista.

Que estos supuestos se pongan encima de la mesa, nos da una idea de que algo importante se está jugando en España y de la índole de la batalla en la que se ha implicado el PP. Pues de lo que se trata es de abortar la posibilidad de un nuevo momento constituyente de la economía española. Eso es lo que va a significar la llegada de los fondos europeos. La cosa se ha visto en Italia. La refundación allí se ha entregado a un hombre al margen de la lucha partisana, con un prestigio conquistado en la salvación del euro en la crisis pasada. Pero en España, que carece de hombres indiscutibles, le toca danzar con el asunto al Gobierno. La forma de administrar esos fondos apenas ofrece un punto de convergencia entre el PSOE y el PP, y es lógico que la lucha sea a cara de perro.

Y aquí está la cuestión. Ningún empresario, madrileño, catalán, vasco, chino o marciano, puede responsablemente hacer la guerra a un Gobierno que va a repartir 150.000 millones de euros. Para hacernos una idea, unos 25 billones de pesetas. Su administración forjará un flujo de proyectos, relaciones, iniciativas y esquemas de trabajo que nadie puede ignorar. Si el PP bajara el tono beligerante de su oposición, daría una señal de remar en la dirección que el país necesita: transformar de una vez el tejido productivo, intensificar la modernización de nuestras medianas empresas, la clave de cualquier futuro progreso español. Sin embargo, prefiere la bronca porque no tiene margen respecto de cuestiones que conciernen a la constitución existencial española. La bronca es su seguro de inmovilidad, el único estado en el que parece sentirse seguro.

La manera en que esta constitución futura de la economía de España se mezcla con la cuestión de Cataluña es muy compleja y no tengo la información suficiente para analizarla. Pero sí creo que algunas ideas resultan obvias. La negación de la legitimidad del Gobierno que impulsa PP-Vox, denunciando su vinculación a Bildu y al separatismo, revela el deseo profundo de la derecha de que Sánchez no tenga en sus manos la administración de esos fondos. Que mantenga la posición inflexible sobre Cataluña sugiere su deseo de que no se utilicen los fondos europeos como elemento de negociación en la mesa que ahora se abre y que ya reconoce que tendrá dos ámbitos, el económico y el político. La idea de una Cataluña derrotada que se quede atrás definitivamente y que sea tratada como si ya no formara parte del Estado, permite de nuevo mostrar que el argumento del derecho no influye en la perspectiva de la derecha, ya plenamente atravesada por la lógica de la enemistad.

Y sin embargo, la peor noticia para el PP sería que la negociación con la Generalitat catalana echara a andar, se redujera la tensión y al final Cataluña encontrara un encaje voluntario en el Estado. Ya el mero hecho de que sea un diálogo bilateral de gobiernos es una buena noticia; que ya no se hable de independencia de entrada, sino de autodeterminación, también lo es; que se impulsen encuentros de las ciudadanías enfrentadas en una larga década, es otra buena noticia; y que se hable de grandes mayorías, lo es igualmente. Por supuesto, no se podrá ir a las urnas para decidir un acuerdo con Cataluña sin una amnistía de los afectados, tanto desde un punto de vista penal como económico. No se va a un pacto político sin la ciudadanía pacificada.

España se constituirá de nuevo, de un modo u otro, cuando se resuelva el problema catalán. Y sin una representación política significativa del PP en territorio catalán, la situación que resulte de esa constitución política nueva, si Cataluña sigue siendo parte de España, no favorecerá la formación de gobiernos del PP. Lo más probable es que para hacer irreversible esa constitución, se configure un bloque hegemónico en el que se estabilice la unidad de las fuerzas que apoyan a Sánchez y que hasta ahora parecían meramente coyunturales. Eso es lo que realmente teme el PP, pero es lo que saben todos los actores. Esa perspectiva presionará el proceso que ahora se inicia, que difícilmente concluirá en esta legislatura.

Cataluña ha conocido las perturbaciones de una década porque el PP respondió airado al injusto cinturón sanitario al que entonces se le condenó. Su forma de gestionar esta época ha sido de tal índole, que ahora está neutralizado sin necesidad de exclusión alguna. Toda su batalla se ha replegado a la trinchera de los tribunales. Por eso no permite renovar órgano judicial alguno. Eso es el pasado y aunque el PP puede ganar, sólo podrá llevarnos a ese tiempo.

De la misma forma, es evidente, por otro lado, que Europa ha dado señales evidentes de que no está dispuesta a derrumbarse ni por el euro, ni por la deuda pública, ni por la fractura de sus Estados.

No se avanza a una deuda pública europea consorciada para permitir luego la secesión de sus nacionalidades. El Estado debe ser justo, pero los independentistas, al aceptar este programa europeo de refundación económica, adquieren el claro compromiso de comprometerse con una estabilidad europea. Así que ahí está la gran decisión: pasado o futuro. Al primero se vuelve dando tumbos; al segundo se llega paso a paso.