El macrobrote originado en Mallorca y la expansión incontrolada de la variante Delta nos alertan del riesgo de repetir los errores del verano pasado.

Y esto era la normalidad: cerrar Portugal a las pocas semanas de haberlo abierto al turismo, cerrar Sidney, comprobar cómo la variante Delta se propaga en el Reino Unido a la velocidad de las plagas modernas. La normalidad consistía en decir adiós a las mascarillas en espacios externos el mismo día en que un macrobrote –¿el mayor que ha habido en España?– estallaba en Mallorca, oscureciendo las expectativas turísticas de la isla. Nada sale gratis en esta época de alta conectividad global. Lejos de haber alcanzado la inmunidad de rebaño –una cifra fetiche que tampoco sabemos muy bien cuál es–, España se dispone a abrirse al turismo de masas teniendo menos de un tercio de la población vacunada con la pauta completa. Hay algo suicida en ese retorno a la normalidad sin contar con la importancia de los números –España es el país de la Unión con mayor cantidad de infectados– ni con la potencia de fuego de la variante Delta, dominante ya en Cataluña y muy pronto en el resto del país.

Por supuesto, se dirá que no podía saberse que recuperar la normalidad supondría el regreso de un virus que se creía ya vencido con la vacunación masiva de la ciudadanía. Ni siquiera eso, porque esta primera legión de vacunas protege pero no concede inmunidad, a la vez que el noventa por ciento de la población mundial sigue sin poder acceder a ellas. Situada en una encrucijada de fronteras, España deben prepararse para un verano más complicado de lo que se preveía hace apenas unas semanas y a una continua fluctuación de avances y retrocesos epidemiológicos. Con un sector turístico que sólo respira a pleno pulmón con los hoteles llenos y las playas a rebosar, la aparición de los rebrotes es sólo cuestión de tiempo. No mucho, si hacemos caso a la experiencia de los viajes de estudios en Mallorca, Menorca y Tenerife.

Porque resulta ilusorio concebir una normalidad ajena a la poderosa musculatura de un virus diseñado –natural o artificialmente– para el contagio masivo. Allí donde la gente se concentre habrá contagio, especialmente si se reducen medidas de control como las mascarillas o la ventilación de espacios cerrados. El ejemplo israelí –un país modélico en la velocidad de vacunación– ilumina el camino que nos espera, con sus notas positivas, por supuesto: las vacunas funcionan y protegen a una inmensa mayoría. Pero nuestros números son otros y nuestra inmunidad de grupo también es mucho menor. Hemos llegado poco preparados al verano y nos hemos relajado demasiado; en parte por necesidad, en parte por inconsciencia.

¿Lograremos sortear el verano con las fronteras abiertas o sucederá como en Portugal? En el combate entre las exigencias de la economía y la prevención del contagio, los puntos de equilibrio son cambiantes y difusos. Nadie cuenta con una varita mágica que no sea la responsabilidad. Uno, acelerar aún más la vacunación. Dos, no eliminar las medidas de seguridad que sabemos que funcionan. Tres, evitar las aglomeraciones. Cuatro, incrementar los rastreos. Cinco, no bajar la guardia en el control de puertos y aeropuertos, así como de locales de ocio nocturno. El verano pasado comprobamos cómo los jóvenes actuaron de correa de transmisión del virus. No repitamos los errores y aprendamos de la experiencia. El verano está en juego.