Si este periódico en vez de ser de 2021 fuera de 1947, en la portada saldrían los extraterrestres porque, entre junio y julio de ese año, el tema que ocupaba la prensa era el llamado incidente Roswell. Miembros del Ejército destacados en esa zona de Nuevo México (EEUU) anunciaron que habían avistado objetos voladores no identificados. Enseguida corrieron todo tipo de especulaciones alimentadas por las descripciones de los testigos.

El punto culminante de aquel episodio llegó el 8 de julio cuando uno de los ovnis se estrelló cerca de un rancho. A toda prisa, las autoridades salieron a decir que todo el mundo estuviera tranquilo, que nada de ovnis, que solo era un globo meteorológico experimental, y que circulen que no hay nada que ver.

Si ahora hay quien piensa que se inyectan microchips con las vacunas, no es necesario decir que en 1947 no todo el mundo quiso creerse la versión oficial y las teorías de que aquello era una nave extraterrestre se mantuvieron a lo largo de los años. Ni una cosa ni la otra. En 1995, una investigación del Congreso de los Estados Unidos demostró que el objeto de Nuevo México era una prueba de sonda espía contra la Unión Soviética. Eran los primeros compases de la Guerra Fría y Washington y Moscú se disputaban el control del mundo que se estaba dividiendo en dos bloques.

El incidente Roswell dio origen a un concepto que hizo fortuna. Cuando los testigos y la prensa quisieron encontrar una metáfora visual para describir aquellos ovnis, se dijo que parecían una flying saucer o un flying disc, término que se ha traducido como «platillo volante». Y que alguna gente con ingenio supo aprovechar para su negocio.

Walter Frederick Morrison fue uno de ellos. Unos cuantos años antes, en 1937, como todos los jóvenes de su época –entonces tenía 17 años–, con su novia y futura esposa Lu Nay, se entretenían pasándose el plato donde servían las palomitas en las playas californianas. La diferencia es que ellos le vieron potencial y lo quisieron comercializar. Desgraciadamente, al poco estalló la guerra y Morrison fue movilizado. Pero, a veces, no hay mal que por bien no venga. Fue destinado a las fuerzas aéreas y allí aprendió unas mínimas nociones de aeronáutica, que le sirvieron para perfeccionar el producto, que llamaba Flyin’ Cake Pans.

Terminado el conflicto quiso ponerse manos a la obra y, gracias al inversor Warren Franscioni, consiguió dinero para pagar los moldes. Todo esto ocurría en 1948, en plena fiebre ovni, y tuvieron claro rebautizarlo como Flying Saucer.

Lo vendían en las ferias locales de las zonas costeras, pero Walter y Lu eran ambiciosos y en 1955 crearon un nuevo diseño llamado Pluto Platter, que llamó la atención de la empresa Wham–O. La compañía les compró los derechos de fabricación y para aumentar las ventas lo promocionaron en los campus universitarios. Fue entonces cuando le dieron el nombre con el que es conocido actualmente: Frisbee.

En realidad se apropiaron del nombre del panadero William Russell Frisbie, que a finales del siglo XIX, en la zona de la Universidad de Yale, había empezado a vender pasteles en unas latas. Estos recipientes, una vez vacíos, servían de entretenimiento para los estudiantes. Como en la parte inferior estaba la marca Frisbie Pie Company, todo el mundo los llamaba así. Lo único que hizo Wham–O fue cambiar la manera de escribirlo.

Durante los años 60 fue muy popular, gracias a la habilidad que tuvo la empresa de convertir jugar con el frisbee en una actividad deportiva. El ideólogo de este posicionamiento de producto fue Ed Headrick, que diseñó competiciones donde el platillo volante era el protagonista. Una de las que todavía tienen muchos seguidores, sobre todo en EEUU, es el Disc Golf, donde los jugadores deben hacer aterrizar el frisbee en una especie de cestas, siguiendo un recorrido formado por 18 hoyos. Pero se podrían citar muchos otros ejemplos de juegos surgidos por iniciativa popular de gente enamorada de este disco. Lo que no lograron los alienígenas con sus platillos volantes, lo ha conseguido el frisbee, que ha conquistado el mundo.