Cuando yo era pequeña solo había cinco canales de televisión. Únicamente en tres de ellos solían echar series o programas divertidos para mi edad. Sin embargo, siempre tenía algo que ver. Quizá fuese una cuestión de conformismo, pero no recuerdo a la niña que fui diciendo «Jo, no hay nada que sirva en la tele», una frase que la mujer que soy hoy en día tiene siempre en boca. A pesar de los más de cincuenta canales que ofrece Movistar Plus o de las muchas plataformas audiovisuales, con una cartelera interminable, a las que nos suscribimos sin freno a fin de saciar el aburrimiento, he de reconocer que a menudo zapeo con demasiado hastío. Así, viendo qué ver sin ver nada, llegué a la serie Maricón perdido de Bob Pop, una obra de seis capítulos en la que el escritor y director de cine se desnuda ante el público sin ningún tipo de pudor y con la cabeza bien alta. En ella no solo nos cuenta cómo ha llegado a donde está hoy, sino que expone la crudeza –la crueldad– con la que eran tratados los homosexuales a finales de los ochenta y principios de los noventa. Las humillaciones y maltratos que sufrían los gais en todos los ámbitos de su vida: familia, escuela, amigos. Sinceramente les recomiendo que la vean. Por la temática, por lo bien perfilados que están los personajes y lo bien hilada que está la trama o por empatía. Después de ver de una sentada toda la primera temporada me quedé reflexionando sobre cuánto hemos evolucionado en España en legislaciones a favor del colectivo LGTBIQ y cuánto nos queda aún por evolucionar, dado que es incomprensible que siga habiendo guerra de guerrillas entre partidos cada vez que se propone una ley que dignifique los derechos de estas personas. Pero no solo nos queda mucho por evolucionar en España. Si dirigimos la mirada hacia la progresista Europa, nos encontramos con países como Hungría que, en pleno siglo XXI, plantea una ley en la que, amparándose en la protección del niño, propone que no se les hable de homosexualidad a los menores de dieciocho años. Creerán las cabezas pensantes del gobierno húngaro que «ojos que no ven corazón que no siente». Me pregunto qué hará un niño o una niña homosexual o trans en el colegio, ¿disimular su orientación sexual o su identidad de género? ¿Negarse a sí mismo? Una de las palabras con las que describí la serie Maricón perdido fue «valiente». Valiente por la sinceridad –honestidad– de su creador, aun a sabiendas de que vivimos en una era donde los odiadores están agazapados esperando la oportunidad de herir y criticar sin piedad. Valiente por dar visibilidad a algo tan normal como amar o follar a quien te dé la gana. Porque ni el amor, ni el deseo ni la pasión deberían entender de género y porque lo verdaderamente vergonzoso no es tu condición sexual sino que treinta años más tarde se siga generando este debate.