Me siento frustrado. Ahora que usted está leyendo, probablemente –eso espero– no veré las cosas igual. Siempre he pensado que la gente, que toda la gente, tiene ese gusanillo que le rasca -no sé si el cerebro o el corazón- cuando no está haciendo las cosas bien sabiéndolo. Cuando no está siendo honesta. Cuando el daño se convierte en objetivo. Cuando no se vive para otra cosa que para emponzoñar. Veneno en pequeñas dosis. A cuenta gotas. Pero veneno.

Hay gente que, metida en los círculos del amargor, en lugar de luchar por salir de ahí, de encender las luces que de cuando en cuando aparecen, se esmeran en meter a los demás, a los que intuyen felices, o a los que pasaban por allí. El caso es meter a alguien en la cofradía.

Me he dado cuenta de que conozco gente que se pasa la mitad de su vida escupiendo amargura. Parecen inmaculados e incorruptos, pero en realidad son virulentos, nocivos, esparto con apariencia de seda. Prefiero mil veces a los náufragos que entran en la fábrica de la imaginación a comprar sutura –para coser el corazón– antes que a estos íntegros que pontifican. Antes que a estos totalitarios. En cualquier momento denigran tu libertad, tu melancolía, tus sentimientos. Para ellos solo cuenta su vida, que consideran por encima de la tuya. Uniforman, homologan... se creen poseedores de la verdad. Con el único argumento de los años o la nostalgia de lo que creyeron ser. Me repugnan esta clase de tiranos, mínimos e insalubres.

Ellos nunca entenderán lo que tu entiendes. Dogmatizan, hacen de la doctrina su único credo, su única verdad. Ven atroces defectos en los otros y sólo perfección en ellos mismos. En ocasiones hasta parecen cultos, pero sus lecturas caben en un papel de fumar. Adornan con recetas moralistas sus comentarios y manifestaciones, pero su vida personal, su vida social, dista mucho de la ejemplaridad. Creen que todo se puede comprar. Son cínicos. Hipócritas en el sentido más amplio de la palabra. Algunos se ponen el disfraz de sensibles –cuando interesa– pero carecen de bondad. Toda su sensibilidad reside en un traje de bohemio o en un pantalón corto y unos zapatos viejos hartos de cargar miserables. Su ternura, su delicadeza está en la careta, en la máscara, el antifaz o los abalorios.

Presumen de superioridad ética. Maléficos. No hay nada de ti que les importe. Sepulcros blanqueados, raza de víboras. Sólo conocen la sonrisa cínica que los define. Sólo se importan ellos. Ellas. Son una hermandad de cofrades tóxicos. Un círculo venenoso. No los toques. Pero tampoco tengas miedo. Ni se lo muestres. Si detectan el miedo, como perros crueles, se abalanzan sobre ti para devorarte.

Uno por uno, en público, son nada. Y en el cara a cara menos cero. Jamás sabrás su color de ojos porque no te los enseñan. Puede que sean una raza. Impermeables a la afectividad, la ternura, la generosidad. Confunden tu generosidad con debilidad. El rencor les define. Los que sólo somos seres humanos, con fallos y debilidades, lo tenemos crudo con los «impolutos».

Hay años que me fatigan estos seres pluscuamperfectos. Yo antes coleccionaba disputas. Ahora prefiero la solemnidad del desprecio. Los amargados amargan la vida. No trates con ellos. Es fácil que cerca de usted, en el trabajo o en el ocio, se encuentre alguno. El problema está en distinguirlos. Por suerte… son menos.