Hoy comparto la conferencia que tuve la suerte de impartir recientemente en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, donde hice algunas reflexiones sobre el mundo en el que estamos viviendo. En la historia de los pueblos no hay un muro con puertas que abrimos o cerramos con horario de funcionarios. Estas líneas no pretenden tratar en profundidad un tema de la complejidad de la agricultura. En estos momentos entramos en un nuevo tiempo de relaciones económico sociales en los que los aspectos ambientales deben ser algo más que declaraciones de buenas intenciones. Tratar en unas líneas, los problemas de la agricultura Canaria tiene el riesgo de dejar en barbecho muchos temas y estos surcos solo pretenden divulgar y, sobre todo, acercarnos a algunos problemas del mundo rural.

Vivimos en tiempos con poca conciencia agraria que valore y dignifique la cultura de la tierra ya que el marco urbano condiciona las pautas y las prioridades de una sociedad, que en gran parte ignora y margina al mundo rural, tanto en el plano económico, como social. Erróneamente hemos asociado lo rural con pautas urbano industriales: producir alimentos, producir tornillos. Ya Malthus lo dijo al inicio de la Revolución Industrial, cuando habló de los problemas que la producción de alimentos en progresión aritmética y el crecimiento de la población en progresión geométrica generaban hambre y tensión social.

En el siglo XX, tras la 2ª Guerra Mundial se hicieron dos planteamientos económicos-políticos: la revolución roja URSS-China y la revolución verde en Occidente con soporte del eminente agrónomo genetista norteamericano Norman Bourlong (Premio Nobel de la Paz en 1970), situación a la que se incorpora años después China con Deng Xiaping con la teoría del gato negro y el gato blanco que cace ratones (tierras para los campesinos).

La revolución verde, la mejora de las semillas, los agroquímicos, los híbridos, la mecanización, los transgénicos, los herbicidas y un planteamiento industrial en la conservación y transporte de los alimentos nos sitúa en un mundo de abundancia para gran parte del planeta, quedando el hambre en situación minoritaria.

La situación comienza con problemas ambientales, ya que se desforesta para los cultivos industriales, no solo para atender los estómagos humanos, sino también como biocombustibles para los coches o el grano para alimentar el ganado. Así, pronto surgen nuevos problemas: suelos que se agotan, especies que sufren con los monocultivos, y deforestación de grandes masas forestales desde la Amazonia a Borneo.

Tenemos un ejemplo con la soja y lo que ocurre en el Norte de Argentina, Paraguay y Brasil. Hemos visto lo ocurrido con la soja y el glifosato y la salud, situación que culminó con el granjero norteamericano Dewayne Johnson que demandó a Monsanto –la multinacional líder en ingeniería genética de semillas y en la producción de herbicidas– por haberlo enfermado con el herbicida Roundup y que obtuvo 290 millones de dólares de indemnización. Es decir, vivimos en tiempos para meditar sobre los alimentos, la salud y la supuesta abundancia.

En Canarias hemos abandonado el campo en el plano económico y cultural y cada día traemos del exterior varios millones de kilos de alimentos. Los responsables políticos no miran para el campo y lo sitúan como algo marginal en el PIB. Según la Consejera de Agricultura, solo significa el 1,50%, pero no nos dice dónde está el 98,5% restante de la economía.

Así, hemos pasado de tener más de 100.000 agricultores a menos de 20.000 en unas Islas en las que hay más de 270.000 parados y unas 70.000 personas en ERTE. Y lo que es peor: ni en la escuela ni en la sociedad urbana miramos para el campo. Tampoco lo hacen los responsables políticos, ya que no sitúan en los presupuestos de la Comunidad Autónoma las partidas adecuadas para el mundo rural.

Seguimos importando productos sin tener en consideración con la producción local. Veamos lo que ha ocurrido con las papas este año, en la que están importando papas de consumo por los mismos que han traído el pasado diciembre las papas de siembra. El año pasado importamos 68.000 toneladas, es decir, 34 kilos por habitante y mientras tanto, aquí las tierras siguen cubiertas de matorrales y en total abandono.

Tenemos que mirar para la tierra en el plano económico y cultural y no solo tiene que preocuparnos lo que ocurre en el mundo a nivel global, el cambio climático, la deforestación en la Amazonia, la situación en el Mar del Aral y los ríos, la situación de los ríos Sir Daria y Amu Daria en Asia o los afluentes de los ríos Níger y el Senegal en Guinea Conakry en África.

Aquí y ahora tenemos campos para cultivar o para pastos que nos permitirían ser menos dependientes de la Bolsa de Chicago o de los satélites y los hidroaviones para que cuiden nuestros bosques -ya que se han cerrado las torres de vigilancia-. Además, tenemos más de 200.000 m3/año de aguas urbanas que hemos de depurar y reutilizar para producir forrajes y frutales. Y es de esperar que con los nuevos recursos que vienen de Europa hagamos otra política agroforestal que creen más estabilidad social y ambiental en estas tierras. De no hacerlo así, el hambre y el neomaltusianismo van a marcar nuevas pautas y situaciones lamentables.

Lo que está ocurriendo con la quesería de Benijo y otras con la imposición de las marcas blancas de las grandes superficies es un toque de atención de otra lectura que hay que realizar hacia los campos y los campesinos, pero también es un mensaje para los urbanos a la hora de comprar alimentos.

Tenemos que mirar para nuestra tierra con más solidaridad y compromiso. Y eso implica también más sostenibilidad y, por supuesto, la lucha contra el cambio climático. En Canarias hay que volver a cultivar las tierras, con Malthus o sin Malthus, porque el hambre no es un buen compañero del medioambiente y la sociedad.