Hay un tipo de arte que admiro que se demora, pero la vida no lo imita. Como escribió el desaparecido e inolvidable Antonio Tabucchi, el tiempo envejece demasiado deprisa. Y con él, la existencia. Se produce, además, una especie de aceleración a medida que envejecemos. Con seis años, el tiempo avanza muy despacio, a diez kilómetros por hora. Con doce, digamos que la velocidad se duplica pero el ritmo continúa siendo lento, como si la vida pretendiera entretenernos. Yo creo que es a partir de los 50 cuando todo empieza a ir rápido, entonces empezamos a circular a 90 por hora, una celeridad lo suficientemente considerable para tratar de evitar por todos los medios cualquier choque peligroso. Antes de rebasar los 80, si es que hay que darle las gracias a los progresos de la medicina, la velocidad es ya la máxima permitida en cualquier autopista. Por el medio se producen altibajos, frenazos y aceleraciones pero estamos tan ocupados en sobrevivir que apenas reparamos en ello. Todo fluye.

El destino de este viaje, como cualquiera sabe, es la muerte. Es ahí donde nos encontramos con el principal problema; el tiempo acelera precisamente cuando menos horas quedan de vida. Puede que por el simple hecho de presentir que la meta está cerca y para ganarla ya solo queda esprintar. Los que no soportan las aceleraciones tienen como contrapartida que el fin no siempre es lo rápido que desearíamos en determinadas dolorosas circunstancias, a veces se retrasa bastante más que el inicio para un recién nacido.

Casi nadie piensa en este tipo de cosas cuando la vida se entretiene lo suficiente. Solo empiezan a ser motivo de reflexión y de melancolía cuando el tiempo se acelera y le da por envejecer demasiado deprisa. No sé a qué se debe, es una sensación que enseguida te asalta. Quizás porque la relatividad del tiempo, como decía Mario Benedetti, permite que cinco minutos den para soñar una vida a dos velocidades.