Años de vacilón mediático y coqueteo con lo chachi de ser transgresor, han terminado por convertir en despreciable facha a quien defiende la Constitución de 1978. Bien al contrario, nuestra norma fundamental nace en un momento apasionante, ejemplar, de la historia de España: Nuestra Transición a la democracia, tiempo de compromiso social y político en que quedó a un lado el interés de cada uno, con el cadáver del dictador Franco aun humeante. Hoy es imposible la sosegada reflexión que llevaría a una reforma de calado, y la consciente rigidez del texto constitucional, que requiere un referéndum y unas elecciones generales para alterar sus elementos clave, ha disuadido a todo aquel que alguna vez se ha planteado retocarla. Mientras no se modifique, España es nuestra única nación, una monarquía parlamentaria en lo político, y un estado de las Autonomías fuertemente descentralizado en lo territorial.

Me dio pena Pedro Sánchez, defendiendo entre abucheos en el Teatro del Liceo de Barcelona los indultos a los políticos independentistas catalanes que atentaron contra todo lo anterior. Solo él y su equipo parecen satisfechos tras ese raro acto de egolatría masoquista perpetrado en el escenario de los éxitos de la Caballé, revestido de estudiada candidez, casi jurando por Snoopy que el perdón es la vía para encarrilar a quienes sostienen que no necesitan ser perdonados, pues volverán a delinquir más y mejor. El Gobierno de la Nación motiva en una cuestionable “utilidad pública” que los nueve líderes separatistas abandonen la cárcel, con apenas tres años de muy laxo cumplimiento de condena, trufados de permisos penitenciarios y un trato privilegiado fuera del alcance de cualquier otro preso. Y eso que el 5 de noviembre de 2019, a cinco días de las elecciones del 10-N, el entonces candidato a presidente se posicionó en contra: “Ni los independentistas lo quieren”, llegó a decir, para luego comprometerse a traer a Puigdemont “de vuelta a España y que rinda cuentas ante la Justicia”.

Hace quince días hablé en esta misma ventana sobre la paradoja de que el Rey, garante de la unidad de España, avale los indultos (y los insultos) de quienes anhelan dividirla. Reconozco que me alegró leer que la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, se planteara lo mismo, viendo -como yo veo- una “absoluta vergüenza” que Felipe VI tenga que bendecir la jugada desde su posición institucional. Muchos se apresuraron a corregirla, diciendo que el debate no favorece a la Institución y que no procede la opinión regia sobre cuestiones políticas. Ya. Como si lo conveniente fuera indultar a secesionistas emperrados en un referéndum acordado y en la república catalana, o asistir en silencio al bochorno de soportar que la Unión Europea ponga en solfa las decisiones de nuestros tribunales y nuestras leyes, o que un diputado socialista letón instruya un informe del Consejo de Europa que ridiculiza a nuestro sistema democrático y nos invita a modificar nuestro sistema penal. Muy conveniente y expresivo de una España alejada del espíritu de la Transición, diana de las burlas de la comunidad internacional.

¿Firmar indultos implica al Rey en las medidas desesperadas de un gobierno que intenta salvar la legislatura a cualquier precio, conocedor de su nulo apoyo ciudadano? No. Lo mismo que el artículo 62 de la Carta Magna le sitúa en el deber de rubricar el ejercicio del derecho de gracia sobre quienes firmaron una declaración unilateral de independencia contraria el principio de unidad de la Nación, el artículo 56 le exime de responsabilidad por sus actos. A Felipe VI solo le quedaba la opción de abdicar, pero eso colocaría a la institución, y de paso a toda esa frágil estructura llamada España, en una posición aún más imposible que la actual.

Lanzo otra paradoja: Imaginemos que Puigdemont vuelve de su retiro belga. ¿Para qué detenerlo, si resultará indultado como el resto? El diputado letón también pide retirar la orden de extradición. Y ya saben que ese señor sabe más que nosotros lo que nos conviene.