El pasado lunes una amiga del gremio me recordó la entrada del verano y, con ella, mi onomástica. Oía entonces las palabras de Pedro Sánchez en el Liceu ante una audiencia atenta que aplaudió correcta y largamente su anuncio de los nueve indultos y sus medidas reflexiones. Hasta entonces los actos y actores siguieron las previsiones; la ultraderecha madrugó en el grito; el PP acuñó la protesta y le siguieron los diluidos Cs; volvieron a Colón con menor bulto y ruido y sin foto conjunta. En el bando gubernamental salieron paladines y detractores de la medida y, por sorpresa, contaron con los apoyos de poderes fácticos –empresarios, sindicatos y obispos– que no suelen andar juntos. Hasta ayer camparon los augurios, negativos y optimistas según los dirigentes y opinadores de parte. Desde hoy y con la evidencia del BOE, es el turno de los análisis, palos y glosas, también interesados e, incluso, confundidos con los deseos más o menos públicos y la obstinada permanencia en los errores censurada desde cada acera.

Nadie –y menos ningún político– puede negar la legalidad y legitimidad de la concesión de gracia, con aval constitucional desde 1870 y con sus orígenes en el Fuero Juzgo, el código legal de los visigodos fijado por Recesvinto en el año 654. Nada menos. Y nadie puede negar, sean cuales sean los argumentos, el derecho ético de la oposición a rechazarla.

Conviene recordar que, en sus mandatos, González (con 5.944) y Aznar (5.498) usaron tal facultad pródigamente; luego Zapatero, Rajoy y Sánchez recortaron las cifras. Así que, por la dinámica de la historia, no conviene tirar piedras contra un tejado bajo en el que aspiran a cobijarse todos los partidos, como es natural, en las próximas elecciones. También es útil reconocer que la gracia no actúa sobre el delito sino sobre la pena. Léase: quien delinque mantiene sus antecedentes que, lógicamente, agravarían la reincidencia; y viene a cuento de la manida machada que repiten los hoy excarcelados de “la derrota del estado español”.

Tampoco se pueden ampliar las facultades, aunque sea de boquilla, de uno de los poderes del estado a costa de otro; y menos aún si este sigue pendiente de una renovación que no llega por la falta de voluntad de acuerdo de los partidos mayoritarios. La Sala de Lo Penal del Tribunal Supremo apuntó que “no hay motivos de justicia, equidad ni utilidad pública” y citan la falta de arrepentimiento y la amenaza de reincidencia” para oponerse a los indultos; pero, en modo alguno, los anula; sólo rebaja su grado de total a parcial.

La decisión del gobierno es valiente y arriesgada y sale contra la demoscopia que refleja los sentimientos actuales – el 53 por ciento de los españoles rechaza los indultos y el 72 por ciento de los catalanes los apoya – aunque los ánimos de los ciudadanos no son inmutables. Pero, en ningún caso, se pueden despreciar las posibilidades de diálogo, por mínimas que sean, ante un enconado problema que implica a Cataluña y España. Pese a la rotunda oposición conservadora y la pérdida de réditos electorales para los partidos que sostienen al gobierno, pese a las provocaciones arrogantes de los recién indultados.

La Constitución de 1978 encaja la diversidad territorial, histórica y cultural de diecisiete comunidades con incuestionables hechos diferenciales y admite, porque todo es perfectible, profundizar y mejorar el autogobierno y la solidaridad común. Pero nada se puede hacer ni se hará fuera de ella.

En la resaca inevitable de una decisión histórica y polémica, todos sabemos hoy que, reconocidos los delitos y errores del 1 de octubre de 2017, el estado de derecho tiene fuerza, medios y, sobre todo, legitimidad, para impedir cualquier desafuero, asonada o violencia antes de que se perpetre. Mientras, la disposición al diálogo y la negociación son las metas difíciles pero posibles y, contra viento y marea, hay que buscarlas. Será mejor intentarlo y fracasar que no hacer nada.