Desde que nació, era un asesino en potencia. Y es que el hábito de la violencia acompañaba su vida - y la nuestra- en el no menos complicado arte de sobrevivir a una sociedad hipócrita y despiadada, antes, durante y después de llorar. Saciar los apetitos en detrimento de los débiles, por el mero hecho de demostrarse a sí mismo que era un ganador y el ancla de creerse impune como cualidad atribuible a las clases pudientes, conformaron la personalidad de alguien con dificultades para entender un ‘no’. Su narcisismo dio paso a una cólera desatada, a esa ira creciente que adopta la forma de la posesión cuando llega el susto emocional del amor. Mi novia es mía y de nadie más. Luego llegaron las hijas, que no eran sino la extensión del ‘yo’, frente a la fragilidad de los vínculos afectivos que forman un circuito cerrado, en el que solo cabe la propia egolatría. En la mente del asesino, el mundo siempre será un lugar peligroso porque está lleno de gente que te puede herir, hombres que pueden quitarte lo que es tuyo, la madre y sus niñas, si llegan a pensar en querer a otro. Así es la ley del niño que guardamos en nuestro interior y la rabia que refleja el miedo a que no nos quieran, a sentirnos solos, a que nuestra pareja -sustituta de nuestra madre- nos abandone. La obsesión por salirnos con la nuestra refuerza el impulso instintivo que asoma en esta selva que llamamos civilización.

Como ejemplo, observen ciertas actitudes en una clase de primaria de cualquier colegio. Para todo aquello que se permite y hasta se imita, en el aula y en casa -las causas perdidas del sistema educativo- no habrá juzgados suficientes que eviten que termine de romperse lo que ya venía demasiado roto.

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