Se inicia la recuperación económica pospandemia. Tras un primer trimestre negativo, vuelven las cifras positivas del crecimiento hasta dibujar un segundo semestre vigoroso que dejará el año por encima del 6% de aumento interanual del PIB. Con un dato relevante: a pesar de que será la demanda interna la que explicará en gran parte la recuperación, esta será compatible con un superávit de balanza de pagos por cuenta corriente que nunca hemos dejado de tener en estos tiempos tan difíciles, a pesar de la lenta reactivación del turismo exterior.

El empuje de la actividad económica está siendo posible por la combinación de tres vectores: la vacunación, que avanza a buen ritmo; la reducción de la pandemia, que permite ir recuperando movilidad, y el mantenimiento de las políticas expansivas, monetarias y presupuestarias, a lo que se unirá los nuevos fondos Next Generation, ya definitivamente aprobados y financiados por Bruselas.

Este escenario central, asumido por todos los analistas, en el que no se tiene en cuenta los posibles efectos positivos sobre nuestro potencial de crecimiento derivados de las reformas estructurales impuestas por Bruselas como complemento a los fondos, tiene dos notas negativas: nuestra recuperación será más lenta que la de otros países de la eurozona (hasta 2023 no alcanzaremos los niveles de renta previos a la pandemia) y se frenará muy pronto (el Banco de España prevé una caída en la tasa de crecimiento del PIB hasta el 1,8%, ya en 2023) en función de la destrucción de tejido empresarial que seamos capaces de evitar con las ayudas directas aprobadas por el Gobierno pero, todavía, no implementadas. Además, será una recuperación con problemas estructurales derivados, en forma de paro, déficit y deuda pública, que seguirán muy elevados durante más tiempo, como siempre ha ocurrido en todos los ciclos de nuestra economía.

La tasa de paro no bajará del 12% de la población activa hasta 2025, según las proyecciones del Gobierno en su reciente Actualización del Plan de Estabilidad. En ese momento, será el doble de la tasa existente en los países de la UE, anormalidad que venimos arrastrando como país desde hace décadas y con diferentes legislaciones laborales. Una mayor incidencia del paro entre unos jóvenes acostumbrados a vivir «sin empleo, sin casa propia y sin pensión de jubilación» debería situar a la juventud en centro de la preocupación social.

El déficit público mostrará su tradicional resistencia a la baja, a partir del descenso cíclico que experimentará el año que viene, cayendo tres puntos desde el 8,5% de este año, hasta el 5% del próximo, cuando el crecimiento de la actividad haga crecer los ingresos públicos y reducir el gasto, por ejemplo, en ertes. Según el Banco de España estará todavía en el 4,3% del PIB en 2023 desde donde, según el Gobierno, caerá al 3,2% un año más tarde (ya en la próxima legislatura) sin que conste en su programa cuáles serán las medidas de ingreso o/y de gasto que lo harán posible. Por último, el Gobierno prevé que la deuda pública se situará en el 112% del PIB en 2024.

Este panorama, dibujado a grandes trazos hasta 2024, evidencia los riesgos e incertidumbres que penderán mientras tanto sobre nuestro desempeño económico a medio plazo. El más evidente y relevante, una retirada de los fuertes incentivos y ayudas públicas, ajustándola a las necesidades de los países más ricos de la eurozona pero que, visto desde nuestros menores ritmos de recuperación, puede sentirse desde España como prematuros. De momento, el BCE no ha empezado ni a hablar de ello y la Comisión ha declarado en suspenso las reglas de estabilidad presupuestaria hasta 2023. Pero, ¿qué pasará a partir de ahí, sobre todo si, como adelantan muchos expertos, regresa la inflación, en tasas persistentes por encima del 2%, que es el objetivo estatutario?

Se puede defender que, tras la pandemia y la generosa respuesta ofrecida desde la política económica, tan alejada del «austericidio» que caracterizó a la eurozona en la crisis financiera de 2008 y la siguiente crisis del euro en 2010, será llegado el momento de revisar a fondo unos criterios de estabilidad pensados, hace más de treinta años, en el Tratado de Maastricht. Y que dicha revisión, a la vista de lo analizado por los expertos en estos años, podría ir por las siguientes dos claves de reforma: excluir del cálculo del déficit público, a efectos del protocolo de déficits excesivos, las inversiones productivas realizadas. Este era un principio «ortodoxo» de la Hacienda Pública a mediados del siglo pasado y se podría recuperar ahora con el argumento de que, si se deja a las generaciones futuras su parte de pasivos en forma de deuda, también se les deja los activos representados por las inversiones productivas realizadas con esa deuda.

El BCE, por su parte, puede modificar sus objetivos reglamentados en dos sentidos no excluyentes: incorporar la garantía de un nivel de empleo entre sus obligaciones, como tiene la Reserva Federal americana, y/o definir su objetivo de inflación a perseguir en el ámbito de una banda de fluctuación que dote a la política monetaria de una mayor flexibilidad.

Todo esto es posible y seguro que estará, superada la pandemia, en la mesa de debate del ECOFIN y del Consejo Europeo. Sin embargo, otro asunto, no menos importante, planeará también en unos pocos años: la exigencia de que el BCE condone total o parcialmente, de manera condicionada o no, la deuda pública en su poder, emitida como consecuencia de la covid-19. Hoy, el Banco Central se ha convertido en uno de los principales tenedores de deuda pública europea. En el caso de España, detenta en torno a un 30% del total y casi el 90% de la deuda-covid, emitida como consecuencia de la pandemia.

Llegado el momento, entre plantear a los ciudadanos europeos recién salidos de la pandemia que, además, deben apretarse el cinturón para pagar las deudas en que nos hizo incurrir la pandemia o, de manera alternativa, pactar una reducción en el valor de los activos del BCE equivalente a la deuda que se condone, no tengo dudas de que se hará esto segundo. Como solicitamos, de forma prematura, quienes firmamos hace unas semanas un manifiesto en ese sentido, impulsado por Picketti.

Tantas cosas han cambiado con la pandemia que, tal vez, ese sentido común de una economía política de verdad forme parte de la nueva normalidad en la que defender activamente la cohesión social sea la mejor manera de consolidar al sistema democrático europeo frente a las amenazas externas (autocracias) e internas (populismo). Si no, la recuperación vendrá con plomo en las alas.