Desde un primer momento el Gobierno cuatripartito, pero muy singularmente su presidente, Ángel Víctor Torres, quiso desplazar el relato que legitima al nacionalismo canario: es necesario una fuerza autóctona ajena a los grandes partidos del sistema político español para defender más y mejor los intereses de las islas frente al Gobierno central, sobre todo, cuando 1.500 kilómetros de distancia y una historia secular de abandonos y pifias contextualizan una fragilidad amordazada. El nacionalismo canario que por razones de oportunidad y oportunismo se fragüó a partir de una mayoría parlamentaria en 1993 tiene poco o nada que ver con las muy minoritaria experiencias anteriores –Secundino Delgado, la actividad gestual del PNC fundado en Cuba, los microscópicos movimientos independentistas de los años sesenta y setenta– y en cambio puede detectarse en la praxis de CC la asunción del viejo pacto de las élites isleñas con Madrid: a cambio de lealtad institucional reconocimiento de una singularidad basada en ventajas económicas y fiscales. Un pacto, por supuesto, explicitado, modernizado y ampliado por un conjunto de fuerzas políticas federalizadas, que se remite ahora al ethos democrático y que se adapta al régimen autonómico.

No creo que el PSOE haya reflexionado un segundo con un mínimo de rigor sobre la estrategia para descuajar el proyecto coalicionero. Hace siglos que la dirección regional del PSOE –por no hablar de las organizaciones insulares o locales– no debate seriamente sobre nada ni tiene el descuido de emborronar un triste documento. Como ocurre en todas partes el PSOE canario se ha gobernalizado: es una herramienta de agitprop del Ejecutivo y, más concretamente, del compañero presidente. Tampoco el aparato de comunicación del partido o del gobierno tienen nada que ver con esto: no están ni se les espera, porque su labor exclusiva consiste en los contratos, en las notas de prensa, en atender a los buenos periodistas –que son los periodistas buenos– y en poner cara de velocidad recorriendo pasillos y restaurantes. No, la batalla por escachar el relato nacionalista/coalicionero es pura intuición después de que los socialistas hayan tenido que aguantar el predominio –que no hegemonía– de CC en el poder autonómico durante un cuarto de siglo. Han aguantado tanto que incluso gobernaron con ellos, como lo han hecho en numerosos cabildos y ayuntamientos, una evidencia que hay que obviar, incluso negar hasta el ridículo (o el cinismo) si es necesario. Las armas utilizadas por Torres son dos. La primera es acusar retroactivamente a CC de victimista, de quejica y de llorona, y al mismo tiempo, un poco paradójicamente, denunciarla como una fuerza que vive del conflicto con un Gobierno central al que achaca de todos los males. Pero Coalición jamás ha sido una fuerza política que asumiera el enfrentamiento con Madrid como su estrategia política natural: le ha caracterizado, salvo en muy breves episodios, una actitud pactista y moderada. Nadie recuerda a Manuel Hermoso, Adán Martín, Paulino Rivero o Fernando Clavijo como presidentes llorones y proclives a la pataleta. La segunda estratagema de Torres es el coro celestial de los salvíficos fondos y ayudas y la tournée de ministros y secretarios de Estado que vienen por aquí para asegurarnos que cada noche, antes de apagar la luz y dormirse, piensan en nosotros, en nuestras esperanzas, en nuestro destino.

Lo que más me divierta de todo esto es ver a Torres invalidar el nacionalismo canario como un cachivache obsoleto a base de visitas ministeriales y a su lado Román Rodríguez procurando pasar desapercibido mientras se suicida políticamente en una vicepresidencia de puro éxito.