Me llamo Alberto y soy adicto a la droga más dura que existe. Llevo desde los 15 años intentando superar una adicción socialmente aceptada pero que me aboca a una desesperanza continua. Consumo una droga invisible, un estupefaciente que nos separa, diluye y margina, una sustancia indetectable para la mayoría pero que muchos vivimos entre el pudor y el silencio. Lucho día a día por intentar subsistir dignamente, comer una o dos veces al día y buscar un trabajo que nunca llega. Sufro de pobreza severa y estoy en tratamiento gracias a la profesionalidad del Banco de Alimentos y diferentes ONG que me ayudan a superar esta maldita adicción que nunca elegí. La pobreza es una bestia, un león enorme que siempre tiene hambre y que a cada momento te recuerda quién manda en tu vida. Me llamo Alberto y no puedo permitirme una comida de carne, pollo o pescado a la semana. No puedo mantener mi casa con una temperatura adecuada ni afrontar el alquiler de mi vivienda. Cuando estoy en mi hogar, no enciendo la luz para gastar menos; si hace frío nos ponemos los cinco en el sofá con una manta por encima para abrigarnos el alma. He llegado a vivir durante un tiempo en un Seat Panda y me he visto obligado a pedir dinero para comprar leche y galletas con las que engañar a las penurias. Ya no sé qué juegos inventarme para distraer el hambre de mis hijos. Incluso, en algún momento tuve que elegir entre pagar facturas o comprar medicamentos. Soy uno de los tres millones de personas que están en situación de pobreza severa en nuestro país según el último Informe AROPE elaborado por EAPN. Eso significa que percibo bastante menos de 4.261 euros al año, lo que evidentemente es incompatible con la dignidad. Podría contar detalladamente los cientos de anécdotas que mermaron mi decencia e integridad, pero no lo haré, porque por cada indeseable, existen miles de personas solidarias que hacen del mundo un lugar cada vez más justo donde vivir. Esta droga te destroza, te sacude por dentro y por fuera y te convierte en estadística. Muchos hemos vuelto a recaer durante la pandemia, todo fue a peor para un colectivo tan vulnerable como el nuestro. Habrán podido leer numerosos testimonios, pero llevar la adicción en 30 metros cuadrados fue una pesadilla. Reutilizamos e incluso lavamos las mascarillas quirúrgicas, porque no podíamos comprar más. Me cuesta describir esta situación, pero una parte importante del tratamiento consiste en contar una realidad que muchos desconocen. Ahora mismo, mi principal preocupación es que esta adicción no se transmita a mis hijos. No puedo permitir que ellos pasen por lo mismo que me ha tocado vivir a mí. La tasa de riesgo de pobreza y exclusión afecta a un 28,3% de los niños y niñas en España, es decir, a 2,2 millones. Por suerte, vivimos en un país que ha ido reduciendo esta tasa de desigualdad, con programas de apoyo a la infancia más vulnerable, proporcionando una atención integral a los niños, niñas y sus familias, para que la situación económica o de exclusión social en la que viven no les impida disfrutar plenamente de sus derechos y puedan alcanzar el máximo de sus capacidades. No lo voy a permitir; quiero que estudien y tengan las oportunidades que yo no tuve en un sistema que castiga la pobreza y premia la riqueza. El tratamiento cada vez va a mejor y voy recuperando la esperanza. Me encuentro en la fase final de la recuperación. Sé que la terapia de rehabilitación de adicciones es un proceso difícil y largo, y las recaídas son una reacción lógica cuando se ha arrastrado esta enfermedad durante años. Solo tengo palabras de agradecimiento para los miles de voluntarios que con amor y dedicación ayudan a mejorar la vida de las personas que se encuentran en situación de pobreza. Me llamo Alberto y soy adicto a la droga más dura que existe.

@luisfeblesc