Un hombre de 58 años que vivía solo con su perro en un piso alquilado, vivienda que no podía pagar por hallarse en el paro, se arroja al vacío cuando la comisión judicial acude a desahuciarle en Barcelona. El Estado le negó la condición de «vulnerable» por faltarle unos papeles. Por tanto, este suicidio supone la culminación de un proceso triunfal, la burocracia ha alcanzado la perfección. Una defunción que será arrinconada con mayor rapidez que los cadáveres sexy que pueblan la actualidad no puede ensombrecer la admiración ante el extraordinario grado de escrupulosidad administrativa, alcanzado en el Estado donde el secretario general de un partido consiste que un allegado se salte la lista de espera quirúrgica enviando un whatsapp a sus conmilitones.

Los obispos, generales y dirigentes sanitarios se apropian de las vacunas de otros sin necesidad de papeleo, para saltarse la cola de inmunización. Mientras tanto, a una persona sola se la empuja literalmente fuera de su piso. La noticia se publica un poco encogida, aplastada casi por las excelentes cifras de viviendas de millones de euros vendidas a extranjeros con posibles, que pagan a a menudo con cuentas en paraísos fiscales. El mercado debe continuar, la gente incapaz de tramitar su desahogo no pertenece a este mundo.

La ansiedad camino del matadero, de un ciudadano que no ha cometido mayor crimen que tener mala suerte y ningún enchufe político, es un factor secundario. Palidece frente al resplandeciente esplendor de los formularios y protocolos. El suicidado ni siquiera disponía seguramente de ordenador, y ya se sabe que quienes no sean nativos digitales quedarán descolgados, literalmente en este caso. Las grandes revoluciones se pavimentaron históricamente de cadáveres, así que vamos por el buen camino. El minuto de silencio, al que no tuvo derecho el muerto por papeles, debe invertirse en aplaudir al exigente engranaje para el que estaba insuficientemente entrenado.