Casi inspirados por la shakespeariana frase «ser o no ser», estos días para muchos el dilema, si bien menos profundo, más mundano y mucho más crematístico que el de Hamlet, es si abrir o no abrir el aire acondicionado. Hace un calor que hasta las ranas van con cantimplora, pero el abusivo precio de la electricidad frena el impulso de darle al botón para escapar del infierno abrasador.

Carrier, en 1915, cuando fundó la empresa que lleva su nombre.

Aquí y ahora no hay ningún fantasma de ningún rey de Dinamarca que nos siembre de dudas sobre qué hacer, como le pasaba al pobre Hamlet, sino un ingeniero estadounidense nacido en 1876 llamado Willis Haviland Carrier. En 1902, apenas recién graduado en la Universidad Cornell, comenzó a trabajar para la empresa Buffalo Forge, que vendía ventiladores, bombas de vapor y estufas de aire caliente. Uno de sus clientes era la imprenta Sackett & Wilhelmsen de Nueva York, que les encargó un sistema para evitar que el calor y la humedad impidieran el secado de la tinta en el papel durante los procesos de impresión.

El aire acondicionado: abrir o no abrir

Según cuentan sus biografías, fue Carrier, a pesar de su juventud, quien encontró la solución al problema. Una tarde, caminando por un andén de la estación de trenes de Pittsburgh, se inspiró en la niebla que había. Se dio cuenta de que haciendo pasar el aire por el agua podía crear niebla y, por tanto, controlar la humedad ambiental.

Durante unos meses trabajó en aquella idea y logró diseñar una máquina capaz de regular la temperatura y la humedad. Aquello fue el primer paso del aire acondicionado moderno, que fue mejorando con el paso de los años. De hecho, Carrier dejó la empresa para la que trabajaba y se estableció por su cuenta fundando una compañía que aún se mantiene activa.

Lo cierto es que, mucho antes que él, otros habían intentado enfriar el interior de los espacios cerrados. Todas las civilizaciones antiguas ya habían desarrollado y utilizado soluciones pasivas para mantener la frescura de los lugares. Después, a partir del siglo XVI, varios científicos empezaron a especular con posibles soluciones activas, que fueron materializables cuando en el siglo XX llegó la electricidad. Gracias a ello, el mundo se transformó completamente. No solo porque con la iluminación artificial no se dependía de la luz solar, sino porque se podían desarrollar máquinas impensables hasta entonces, como las que empezó a diseñar Carrier.

Puede parecer exagerado, pero si se piensa un momento en ello, uno se da cuenta de que el aire acondicionado cambió la sociedad y la manera en que la gente pasaba su tiempo de ocio. De repente, lugares como los centros comerciales, los cines o los teatros se convirtieron en oasis de la canícula. Los Hamlets de turno ya podían declamar «el aire es frío» sin que a nadie se le escapara la risa en la platea.

Poco a poco, los aparatos de aire acondicionado se fueron esparciendo como una mancha de aceite, primero por Estados Unidos y luego por otros lugares del mundo. Ahora mismo en ciudades como Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, Córdoba o Málaga ya hay más viviendas con refrigeración que sin ella.

Ahora bien, Carrier no es el único protagonista de esta historia. Hay otro mucho más olvidado pese a ser vital, Frederick McKinley Jones, un mecánico autodidacta nacido en Ohio que en 1938 fue capaz de diseñar un sistema portátil de aire acondicionado para vehículos. Aquel invento fue crucial durante la Segunda Guerra Mundial, porque gracias a él se podía transportar comida fresca a las tropas y proporcionarles medicinas y reservas de sangre manteniendo todo a la temperatura de conservación óptima. Después del conflicto, aquellos aparatos se comenzaron a instalar en los vehículos de transporte civiles y esto revolucionó el mundo de la logística.

A diferencia de Carrier, Jones no vio reconocido su trabajo en vida y no fue hasta 1991 –cuando ya hacía 30 años de su fallecimiento– cuando se le concedió la Medalla Nacional de la Tecnología de EEUU a título póstumo.

Al igual que ocurre con las grandes obras, los personajes secundarios son imprescindibles para que las historias funcionen. Gracias a Carrier tenemos la casa fresca, pero sin Jones no podríamos disfrutar de un buen helado.