Estaba a punto de garabatear algo sobre el escándalo de los denunciados abusos sexuales a menores en un centro de acogida provisional de la Consejería de Derechos Sociales, abierto en un hotel grancanario, pero repentinamente se me han quitado las ganas. Y al fin y al cabo ¿para qué hacerlo? ¿Para que un petulantillo te salte encima, desde el trampolín de una jefatura de gabinete, y se bacile impunemente? Porque eso es lo que ha pasado. Hay que entender algo: estos alegres pibes y pibas de Podemos no tienen el más modesto respeto por las reglas que regulan, en una (imperfecta) democracia, las relaciones entre periodistas y políticos. Les importan un carajo. Al periodista crítico se le ridiculiza, se le ningunea, se le acusa de lo que le salga de las meninges al cargo público en cuestión o a sus asesores. Distinguen dos clases de meatintas: los progresistas –que se callan la boca o trabajan para nosotros– y los fachas –todos los demás–. La joven aunque suficientemente jocicuda activista que ahora simultanea la coordinación de Podemos Canarias y la Dirección General de Juventud creyó fulminarme después de algún pecado tuitero recordando que estuve trabajando diez meses en la Presidencia del Gobierno la pasada legislatura. Una acusación estremecedora que todavía no ha llegado al Tribunal de la Haya. Respecto a las sombras de violencia sexual en el centro de acogida de menores migrantes, Noemí Santana se ha excusado con sus martingalas habituales, lo que no sirve para ocultar que ni comunicó la denuncia (“anónima”) a la Policía o a la Fiscalía ni hizo otra cosa que una muy somera investigación interna. “Mira que venimos advirtiendo”, ha dicho más o menos la consejera, “mira que lo hemos anunciado, que en los centros de acogida que gestionamos según nuestras competencias podrá haber problemas, pero nadie los ha hecho caso”. Ni siquiera se hizo caso a sí misma. Estoy seguro de que Noemí está furiosa con Santana y si no le exige la dimisión fulminante es para no desestabilizar el Gobierno. Porque no se puede negar la santidad de sus buenas intenciones, el inmaculado orden moral de su espíritu, la superioridad ética de su cotidiana catástrofe administrativa, la intacta pureza de su quiero y no puedo o viceversa. Son creyentes para los que la crítica es invariablemente sospechosa, y su cada vez más obvia inutilidad, el fantasma de una conspiración de la oligarquía canaria y el patriarcado heteronormativo, y yo te creo, hermana.

Pedir autocrítica a Santana y su equipo es como demandársela a la santa madre iglesia. Como aquellos que insisten en que el Obispo de la Diócesis Nivariense le afee la conducta al tal padre Báez por sus vomitivas sandeces. Entiendo que para los católicos la cuestión pueda tener su interés. Para los que no lo somos la solicitud, en fin, se nos antoja algo ligeramente extravagante, porque no le reconocemos a Bernardo Alvarez ninguna autoridad moral. Simplemente ninguna. Y, por tanto, resulta irrelevante, cuando no inconsecuente, clamar porque el obispo se ponga a juzgar las boñigas de Báez. Porque, sinceramente, de un señor, obispo, camarero, ingeniero aeronáutico o diseñador de chancletas que expulsase las perlas verbales que nos ha regalado Álvarez a lo largo de los últimos lustros cabe esperar cualquier cosa excepto un depósito de sabiduría, lucidez o compasión sobre ningún asunto, sobre ningún alma destrozada. Ya su compañero, el obispo de Gran Canaria, ha explicado que en la iglesia católica es una familia, como los Tattaglia, y en una familia hay de todo, se supone que también hediondas bestezuelas que se ciscan en el dolor de las víctimas de la violencia más atroz y miserable. Diga usted que sí, monseñor de encendido corazón de Jesús. La familia nunca se equivoca y todo lo demás son acechanzas del maligno en los sótanos de la iglesia o la consejería de Derechos Sociales.