Hablamos del influjo de la tierra sobre el hombre y, a la vez, de la aportación del hombre a la tierra; hablamos del arquitecto Mohamed Osman y, sobre todo, del pintor de sólida formación, grandes alientos y vigorosa vocación de estilo, del viajero que descubrió y encontró en Tenerife una patria “vital y estética” a la que dedicó, desde el primer instante, su mejor ilusión y sus mayores capacidades.

Recordamos hoy la larga y feliz simbiosis entre la geografía y su apasionado intérprete a propósito de la exposición que, con exacta puntualidad, cuelga cada año por las fechas del Corpus Christi en el orotavense Liceo de Taoro y que, también en esta edición, pese a los severos límites que impone la pandemia, cosechó un notable éxito. En su haber apuntamos que sus labores de paisajista y decorador enriquecen y dignifican espacios residenciales y turísticos, y que sus telas, exigentes de composición y logradas de factura, se custodian en instituciones públicas y culturales y colecciones privadas y nos ayudan a encontrar nuevas perspectivas e inéditas magnitudes de nuestra realidad cotidiana.

Es oportuno recordar que, desde su llegada, realizó una notable contribución a la plástica isleña; para empezar por la naturalidad con la que afrontó su condición de pintor figurativo y con la que, contra la marea dominante y gracias a su calidad incuestionable, se ganó el favor de la crítica y del público; por sus ajustados retratos, de proverbial dignidad y elegancia; por las vistas insulares bajo su personal percepción y traslación al lienzo, que testimonian los oficios vivos y fuera del tiempo y que, en el caso concreto de las alfombras y los alfombristas de Villa de La Orotava, constituyen un testimonio cualificado de esta gloriosa tradición con celebrados méritos y merecida fama internacional.

En Osman se cumple un precepto firmemente arraigado y es qué sólo cuando la obra toma la dimensión del espíritu –según el filósofo suizo Henri-Frédéric Amiel– podemos distinguir las tres cualidades del paisaje: la cósmica, en cuya grandeza y misterio nos perdemos y nos encontramos; la dominadora, con la que, de modo insolente, buscamos una victoria imposible sobre el panorama que nos supera; y la tercera, determinada por el peso de la historia, con la que pactamos, como grata obligación, un estado armónico con la naturaleza y con su reglas superiores.

A estas alturas de su biografía, Osman es un original y acreditado exponente del paisajismo isleño, tanto por su valentía para asumir los riesgos, enfrentándose a accidentes y perspectivas de porte planetario –ahí están sus espléndidas Cañadas del Teide y los majestuosos acantilados del norte–como por su genuina gramática de la luz cálida que ha sido y es su generoso tributo a la isla que le enamoró inmediata e indeleblemente.

Osman nos recuerda que el paisaje pertenece a quienes lo miran; nos estimula la necesidad del sol para iluminar y calentar nuestros recuerdos; nos invita a entrar en su código de símbolos que invocan el pasado y el futuro, para divertir los ojos y alegrar el alma, porque ese ha sido siempre el propósito más noble y perdurable del arte.