Bajar la ratio de las aulas es una necesidad imperiosa, un asunto político de primer orden y un requerimiento social relacionado con la redistribución de recursos. La lógica indica que cuando un solo docente atiende a un número menor de estudiantes en una misma clase o si hay más de un docente para una clase, se podrán atender mejor las dificultades que cada alumno o alumna presente; podrán, así, ser detectadas de una forma más precoz cualesquiera de las necesidades educativas que, además, se han agudizado en estos dos últimos cursos escolares, con motivo de la pandemia.

Bajar la ratio es una cuestión de equidad y de igualdad de oportunidades, pilares de cualquier sistema educativo desarrollado, y debe ser un asunto de estado, no un capricho de un gobierno en función de una ideología determinada. No debemos olvidar nunca que los casi cuatro meses en los que permaneció suspendida la actividad lectiva presencial, en el último trimestre del curso pasado, se agudizaron las desigualdades. Se perdieron también durante ese tiempo muchas de las herramientas compensatorias que ofrece, mediante la presencialidad, una educación garantista de los derechos fundamentales para las personas que más desprotegidas están. Y para ello, hay que bajar la ratio.

Que en Canarias y en muchas otras regiones de España solo se haya optado por una bajada de ratios temporal -en la ESO y Bachillerato al menos- ante una crisis sanitaria, es preocupante, porque la perspectiva ante los problemas de la escuela se ve limitada por una circunstancia coyuntural que, además, no es estrictamente educativa: no responde la medida per se a ninguno de los problemas directos que ya venía arrastrando la educación formal, aunque sí afecte colateralmente. La excusa de que en épocas pasadas se daba a clases a grupos de casi cuarenta estudiantes y “no pasaba nada”, no es válida en absoluto, y nos estanca en visiones de la escuela tradicional que poco tienen que ver como los problemas del mundo actual, las carencias de quien más desventaja sufre y las realidades escolares emergentes que se plasman en la LOMLOE, la nueva ley educativa.

Recientes declaraciones e intervenciones públicas de la consejera de Educación del Gobierno de Canarias abren la puerta a la esperanza, ya que se atisba empatía y sensibilidad ante esta circunstancia que afecta notablemente, reitero, a los que más lo necesitan en una brecha social cada vez más dilatada. Sin embargo, las comunidades escolares seguimos requiriendo una apuesta definitiva por entender que, haya o no pandemia el curso próximo, pocas acciones compensatorias son más necesarias que la que supone aumentar el número de docentes para atender a los grupos escolares, en todas las etapas y especialmente en la escuela pública, bien común que hay que proteger como pilar de desarrollo y como cimiento de una democracia saludable.

Ello no quiere decir que las carencias del sistema educativo se solucionen drásticamente con la bajada de ratios. Claro que no. La medida tiene que venir acompañada, por ejemplo, de un sólido plan de formación docente en la etapa inicial y a lo largo del recorrido profesional, especialmente en aquellas cuestiones que tienen que ver con esas emergencias sociales que afectan al bienestar de nuestras sociedades y que vayan a la par de los cambios de los currículos: la interculturalidad, la diversidad, la inclusión, la cuestión de género, la identidad digital, la crisis climática, las desigualdades, las nuevas metodologías, etc. La comunidad docente tiene que concienciarse también de que la bajada de ratios no será efectiva si no se cambian determinadas inercias heredadas en las que nosotros aprendimos en nuestras etapas formativas, pero que no garantizan el acceso a una vida plena de aquellos colectivos que mayor riesgo de exclusión o abandono sufren, que deben ser prioridad, reitero, para lograr una educación de calidad.

Bajar la ratio e incrementar las plantillas docentes, supone, en definitiva, labrar la senda del camino de la inclusión educativa, del fomento de una convivencia basada de una vez por todas en la prevención de los conflictos según las dificultades de cada persona y su capacidad para resolverlos, y no en la intervención paliativa sobre los “inadaptados” al sistema. Bajar la ratio es un aliciente laboral para un colectivo, el de los profesionales de la educación, que han asistido a un año lleno de incertidumbre, vaivenes legislativos y, también, de inseguridad.

Pero, sobre todo, bajar las ratios representa un reconocimiento a las familias que siempre han estado ahí, que son la gran mayoría, a las buenas y a las malas. Y también a ellos, a ellas, a los estudiantes a los que más les cuesta y para los que a veces no tenemos sino respuestas plagadas de más preguntas: los que menos salen en los medios pero que son el principio y el fin que nos debe motivar, los grandes beneficiarios de cualquier acción que contribuya a lograr los cambios y, sobre todo, a mantener la esperanza para lograr desde la colectividad una escuela mejor y más justa.