Pasará mucho tiempo hasta que los especialistas que estudien la mente de Tomás Gimeno dictaminen por qué ha causado este muchacho aún joven, fuerte, saludable, tanta desgracia. Es una desgracia que afecta naturalmente a sus más próximos, en primer lugar, a esas niñas suyas asesinadas por su propia voluntad y, en definitiva, también por su propia mano, y luego a la madre de éstas, cuyo drama no se podrá describir, ni ahora ni nunca, con el suficiente estupor que albergan las palabras de duelo. Los que tenemos edades compatibles con todas las edades, la infancia, la juventud, la madurez y la vejez, y por tanto podremos saber cómo se pueden sentir hijos, padres y abuelos, intuiremos el sufrimiento, pero, a no ser que hayamos tenido la terrible experiencia, nunca podremos describir, ni con el corazón ni con las palabras, la identidad voraz del drama, ese incendio infinito que deben padecer los padres, los hermanos, los parientes cercanos, aquellos que hayan sido o sean amigos de los primeros afectados por esa desgracia.

Por azares de la vida, supe de esa familia, la familia Gimeno, muy pronto, en mi adolescencia. Nunca tuve contacto con ellos, quizá jamás hablé con ninguno de los miembros de sus sucesivos componentes, pero nunca puedo olvidar, porque ocurrió en esos años en que uno se lo guarda todo en la cabeza, cómo eran, qué hacían, a qué dedicaban su tiempo de asueto en el mismo lugar al que yo fui llevado uno de aquellos veranos del final de la infancia. Fue mi amigo Juan Antonio Pérez Méndez el que tuvo la generosidad de llevarme a Los Cristianos, a la casa que allí tenía alquilada con sus padres, personas tan generosas como él y como su hermano Carlos Tomás. Era una casa modesta, subida a una de las pequeñas colinas de aquel pueblo de arena y tierra y sol y playa y muelle en el que había dos bares casi contiguos en los que pasábamos el tiempo que no estábamos en la playa.

No había turistas sino veraneantes, algunos forasteros raros, uno de los cuales cometió un crimen, de cuya naturaleza no tengo ahora tanta memoria, pero no me olvido, lo que son las cosas, de su cara asustada una de aquellas mañanas en que empezó a divulgarse la sospecha. El muelle era una fiesta mayor, y allí había chicos y chicas que se burlaban de que yo no supiera nadar, así que una vez intenté curarme el miedo a ese vacío que es el agua sin fondo lanzándome a las olas tranquilas que ahora están llenas de barcos de pasajeros. Uno de esos amigos que siempre viene al auxilio se tiró a agarrarme y a decirme que no me hiciera el machito. En ese muelle descubrí tantas cosas, y en ese pueblo, y en aquella casa, y entre aquellas arenas, descubrí al tiempo la alegría de ver pasar el tiempo y las primeras incertidumbres, naturalmente muy dolorosas, del amor y de su pérdida.

En Los Cristianos había también una zona rosada, como en todas las localidades veraniegas de entonces, donde estaban los ricos, pues así era: no se llamaban los ricos, naturalmente, pero había la asunción de que esas personas vivían aparte, tenían mejores coches, o tenían coches, simplemente, venían y se estaban a lo largo de los meses en que pareciera verano utilizando sus barcos, sus motos, aquellos coches, con lo que a nosotros entonces no nos parecía ostentación, porque aun no teníamos envidia sino mirada.

Había un hombre de aquellos ricos de Los Cristianos que se pasaba el día arreglando un barco. Yo iba a verlo por las mañanas. Siempre estaba vestido como un explorador de los que veíamos en las películas, con su sombrero de buscador de oro, su pantalón corto de color caqui como toda su ropa. Era diestro en el manejo de las herramientas, y siempre estaba muy concentrado, como un escritor. En aquel tiempo tanto mi amigo Juan Antonio, que me prestaba libros, como yo éramos muy letraheridos, y estábamos siempre buscando más lecturas. En mi caso, veía muchos periódicos (entre otros EL DÍA y me había suscrito a Pueblo) de modo que tenía información acerca de relevantes autores del mundo, como Ernest Hemingway, que también venía en Bohemia, la revista cubana que ya era revolucionaria. Y me no me faltó nada, en aquellos tiempos de imaginación a raíz de lo inmediato, para identificar a aquel hombre de caqui con el maestro de Los asesinos. No era Hemingway, claro, pero no me costaba nada disfrutar imaginando que le daba la mano y le decía: “Señor Hemingway, yo quiero ser como usted”. Alguna vez escribí de pie, como él, pero ni ahí se produjo parecido alguno.

En una zona más deportista del pueblo con mar estaban los Gimeno, don Tomás, el padre de la saga, sus hijos. Era una familia que resultaba distinguible por la similitud de sus componentes, porque iban juntos y porque siempre iban a bordo de algún medio de locomoción, coches o motos, con el codo por fuera, risueños y veraniegos como aquellos protagonistas de Un mundo para Julius de Bryce Echenique. Parecían entonces, y quizá no lo eran, personas seguras de sí mismas, razonablemente felices con lo que era su patrimonio visible, los automóviles, las motocicletas, los probables chalés grandes donde no se podían distinguir en una esquina las conversaciones que hubiera más lejos. Nunca intercambié palabras con ellos, pero los escuché hablar y juntarse, como quien está mirando un entorno humano al que tú no perteneces pero te llama la atención porque forma parte de una zona de la vida donde se producen cosas interesantes que quizá debes conocer.

Los veranos duran como la felicidad, y de pronto empiezan a romperse cosas en la casa, como en el poema de Neruda, y en un momento dado la adolescencia y esas sensaciones pasan a ser memoria, impura pero agradecida. Hace unas semanas, en Tenerife, supimos todos qué estaba pasando en el mar, o qué había pasado, o qué podría pasar, y me vinieron a la mente, uno a uno aquellos gimenos. De pronto se desvaneció el contenido de la felicidad de aquellos días en que yo los imaginaba para siempre saludables y risueños, y sentí por aquellos jóvenes que luego serían padres, y los padres y abuelos de este inmenso drama, y sentí cómo iban haciéndose las cosas en la vida, tan duras, tan implacables, a partir de un chispazo de locura que ahora ha causado muerte y estupor y desgracia y ya jamás se podrá borrar del rostro y del alma de quienes han estado en la primera línea de este estallido de llanto, la madre, los abuelos. Ellos son ahora la materia delicada del sufrimiento, sobrellevar esa tragedia es de titanes.

Cómo mirar el mar sin sentir su equipaje mayor de la tristeza. Les deseo fuerza, pero el deseo ahora no es sino una palabra, y ojalá ya tampoco sirve. Amor, pues, les deseo amor para seguir queriendo.