Escribía sobre las niñas y su madre. Desde la esperanza. Jueves por la tarde. El golpe seco partió de la radio. Todo en ese gris oscuro y repugnante de la injusticia. Dolor en carne viva. Crueldad inexplicable. La madre. Cómo ayudarla. Puedo sentir su dolor por más que uno no llegue ni a imaginarlo. Tenía el folio lleno de “ojalás”. Ojalá se pudiese dar cuerda a la vida y borrar todo este inmenso contrasentido. Anna solo tenía un año. Un año de niña pequeña. Olivia media docena. Las dos rubias como el sol, dos ángeles de trigo. Ojalá hubieran podido volver a su hogar. Pero ya no hay ojalás. Ahora sólo hay certezas. Las que nunca debieron llegar.

Beatriz. Pisar el infierno. El horror de haber conocido a ese hombre con el que tuvo a estas dos criaturas maravillosas. Ese que ha decidido que las niñas y tú misma erais unas propiedades más de todas las que tenía a su nombre. Terrible. Nadie es de nadie. Ni las parejas ni nuestros hijos. Los hijos son de la vida, como nosotros. Tienen que hacer su camino, con buen pie o con mal pie, pero su camino.

De dónde salió ese odio tan brutal, tan absorbente, que deriva en una visión de túnel, sin perspectiva, y que se impone incluso al amor hacia los propios hijos. Qué tipo de resentimiento neurótico, tóxico, repetitivo es capaz de llevarte a la pérdida: no de lo amado como tal, sino de todas sus señales.

“Oh niños, cómo habéis perecido por la locura de vuestro padre. ¡Pero no os destruyó mi mano derecha, sino su ultraje y su reciente boda!”. Así hace hablar Eurípides, el gran poeta trágico, a Medea cuando pasa a su lado Jasón, el hombre que la abandonó. Y, ya para siempre, se llamó Síndrome de Medea al conjunto de creencias, emociones y conductas que conducen a la venganza de un progenitor sobre el otro a través de, tal vez, el instrumento de mayor poder: los hijos. Destruyéndolos, desaparece el vínculo. Y, además, procuro al otro aquello que entreveo como el mayor dolor posible: matando a tus hijos, te mato sin matarte, te concedo vida para que tu sufrimiento sea tu muerte. Y, a menudo, después de esa labor de borrado y devastación, para que la obra aparezca completa y el mensaje más transparente, me mato yo. Le llaman “Suicidio ampliado”. Muerte a mí y a todo “lo mío”.

Eurípides elige a una mujer como agente de esa macabra venganza. La realidad es que este patrón criminal, bastante universal además, está mayoritariamente protagonizado por varones. En una proporción descomunal.

¿Por qué?, la eterna pregunta. ¿Humillación?, ese sentimiento de disminución del propio valor; ¿vergüenza? o sea, la socialización pública –le dejó “su” mujer-; ¿los celos?, esa cosa tan frecuente del amor romántico y sus mitos; ¿el desamor?, que se enquista y envenena, mutando en odio.

Odio que llevó al peor desenlace posible. Ese hombre que no soportaba que su ex pudiese rehacer su vida junto a otra pareja. Típico y peligroso, muy peligroso. La explosión cegadora de los celos en una mente que no entiende. Lo que no soportó es que ella no lo quisiera. Que ella se hubiera alejado de él para siempre con todo el derecho que nos da la libertad. Casarse, tener pareja, traer hijos a la vida, no es atarse, condenarse. Pero hay muchos hombres que no lo comprenden. No hay comprensión donde no hay empatía. No hay empatía en quien es capaz de secuestrar y asesinar a sus criaturas para herir a su ex. Para hacerla sufrir, donde más le duele. Para matarla en vida ¿Y sus hijas? Sus hijas tampoco le preocuparon. Son también propiedades, fincas. De las que se deshizo con la crueldad de la peor alimaña.

No sé cómo la madre va a poder seguir adelante. Debe ser tremendo pasar de intentar hablar con él a que ya no te dé señal el aparato del hombre que se ha llevado a tus hijas. “Mi corazón late muy fuerte para encontrarlas”, decía hace un par de días. Compartimos tu dolor Beatriz, Y tus Ángeles de trigo siempre estarán contigo. A él que ni lo busquen. Que siga en el fondo. Cerca del averno. Su casa.

Lo siento. Se me hiela el alma. Se nos hiela a todos.