Hace casi veinte años que no trabajo en una redacción. Fui, durante otros muchos, una ratilla de ordenador que, aunque al llegar se quejaba de las largas jornadas y del único día de libranza, luego se fue haciendo a las maratones que acababan a las tantas y, más tarde, seguía hablando de lo mismo –política, cultura, chismes locales– en el callejón de los raros y los insomnes, por sentir que también tenía vida.

No diré que echo de menos esas horas espesas ni diré que fui siempre feliz; bien sé que la nostalgia embellece los recuerdos y que esa maldita obsesión por contarlo todo sangró buena parte de mi juventud. Pero tampoco me arrepiento. Aprendí, desde abajo, un oficio que creía que dominaba hasta que me vi delante de una pantalla inhóspita, organizando cajas de texto y agobiada por la entrega. Y empecé a entender la naturaleza humana porque aquella comunidad, donde había de todo y por su orden, se convirtió en mi familia.

Casi veinte años han pasado, ya lo dije, y, aunque lo he intentado, no puedo dejar de llamarme periodista. Sigo escrutando los detalles y preguntándome los porqués y sospechando de todo lo que se mueve y escribiendo titulares en mi cabeza, así que es posible que, con la venia y contra todo pronóstico, aún lo sea.

Por eso, porque conozco la profesión desde dentro y la observo ahora desde fuera, por más que intento explicármelo, no logro comprender por qué a quienes se dejan la piel en ella se les exige una pureza de sangre, una estatura moral, unos estándares que no se corresponden con la realidad: Objetividad, siendo como somos sujetos. Infalibilidad, olvidándose de que somos humanos. Y perfección, como si no fuéramos supervivientes de nosotros mismos.

Ya he explicado en muchas ocasiones que no comulgo con esa frase de sobre de azúcar que, sin duda en un mal día, escribió Kapuscinski y que dice que los buenos periodistas han de ser, también, buenas personas. No es cierto. No tienen por qué serlo. Y, sobre todo, no tienen –no tenemos– que comulgar con las ideas de nuestros lectores, ni compartir o dar explicaciones sobre la línea editorial del lugar en el que trabajamos.

«Pues déjelo, entonces», nos sueltan. Oiga, despídase usted de su puesto de consultor, dado que le toca hacer campañas de lavado de imagen a empresas nefastas. Váyase usted de su fábrica y deje de envasar pescado porque su jefe está en el extremo ideológico opuesto al suyo. Huya de su oficina y renuncie a alimentar a sus hijos porque la empresa la ha comprado un fondo buitre. Y entonces me cuenta.

Hay una vieja máxima del oficio que dice algo así como que «hay que comer mucha langosta para llevar un plato de lentejas a casa». Yo la langosta no la vi nunca, por contarlo todo. Pero para llevar el plato de lentejas a mi casa sudé lo mío y lo del de al lado. Porque, sí, tenemos la extraña costumbre de querer comer tres veces al día por lo menos, más las copas que caigan para aliviar el luto de la tinta. Tenemos vicios tales como pagar la casa, la luz y el agua. Incluso, algunas compañeras insensatas, han querido tener descendencia y vestirla y calzarla, a quién se le ocurre. Y, sin duda, en esa espiral loca de tocar el bienestar con los dedos, no nos hemos parado a pensar si estábamos siendo perfectos. Y ahora han venido los oráculos de las redes, los adalides de la limpieza, a abrirnos los ojos y a pedirnos –qué digo, a exigirnos– una pureza de sangre que no se les ocurriría reclamar a nadie más. Ni a los que viven en su casa.