Es este un misterio sobre el que nunca reflexionaremos bastante: Dios, para realizar su obra de salvación en el mundo, ha querido valerse de lo frágil, de lo sencillo, de lo humano; incluso, de lo inútil.

Para realizar la redención de los hombres, se hizo hombre; frágil y débil como nosotros: igual en todo a nosotros, menos en el pecado.

No usa un lenguaje elevado, grandilocuente, difícil de entender, sino que habla valiéndose de comparaciones sencillas -las parábolas-, que todo el mundo entiende. Es lo que contemplamos en el Evangelio de este domingo.

Ahora, en la vida de la Iglesia, tampoco busca un grupo de selectos ni prefiere a las personas importantes, poderosas o influyentes, sino, más bien, a la gente sencilla.

Eso mismo observamos en los signos sacramentales: agua, pan, vino, aceite…, y los divinos misterios son realizados por hombres frágiles como nosotros. Y, sin embargo, a través de estos signos, llegan a nosotros los dones de la salvación.

Se ha valido, incluso de lo inútil, de lo que, humanamente no cuenta. Por ejemplo, cuando elige a una mujer estéril de la que, sin embargo, surge un héroe como Sansón, un profeta como Samuel o el mismo Juan, el Precursor del Señor. Incluso, para hacerse hombre, elige a una mujer que no conoce varón.

San Pablo nos advierte que llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria, es de Dios y no proviene de nosotros (2 Co 4, 7).

Y nos dice también: Fijaos en vuestra asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario… (1 Co 12, 6-29).

¡Por todo ello, la Iglesia, la familia de Jesús está abierta a todos; todos podemos pertenecer a ella!

Y esto es lo que contemplamos en la Liturgia de este domingo: Jesús compara su Reino a una semilla pequeña pero que encierra una potencia extraordinaria. Sin que sepamos cómo ni por qué, va germinando ella sola, de día y de noche, hasta dar fruto.

Algunos llaman a este texto la parábola del optimismo apostólico. Por muy desanimados que estemos, no podemos olvidar la capacidad enorme que tiene la semilla, la Palabra, el Reino…, para irse desarrollándose por sí mismo, él solo.

También compara el Señor su Reino a la semilla más pequeña, que se conocía entonces en su tierra, un grano de mostaza, que, siendo tan insignificante, se convierte en un arbusto considerable, que es capaz de albergar a los pájaros del cielo.

Ya en la primera lectura, el profeta Ezequiel anuncia esta misma realidad, cuando nos habla de una rama tierna de la cima de un alto cedro que Dios plantará en la montaña más alta de Israel para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble, porque Él «humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos». Se anunciaba así, a un tiempo, la próxima venida de un rey y los tiempos del Mesías.

No cabe duda de que este mensaje no concuerda con los intereses, los valores, la mentalidad de la gente de hoy, de la sociedad actual. Esta es la sociedad del poder y del tener; la sociedad de los cargos, de los títulos, de las recompensas. ¡La sociedad de las apariencias!

Pero constatamos aquí que, con frecuencia, los caminos del Señor no son nuestros caminos. (Is 55,8-9).

Como Jesús, también nosotros debemos dar gracias y alabar al Padre que ha escondido los secretos del Reino a los sabios y entendidos y se los ha revelado a la gente sencilla. (Lc 10, 21).