Conozco bien el ensimismamiento porque forma parte de mi trabajo y ha sido fundamental para mi vida. Comencé a practicarlo, sin saber de lo que se trataba, debajo del hueco de la escalera de la primera casa que mis padres tuvieron en Madrid. A aquel lugar no llegaba ni la escoba, aunque yo, desde él, veía las piernas de quienes se ajetreaban de un lado a otro. Era un punto neurálgico. Muchas veces he pensado que, si la casa hubiera tenido migrañas, las habría padecido allí, justo allí, en ese lugar en el que yo pasaba horas y horas dentro de mí. Tal vez yo era la neuralgia de la escalera. En ocasiones, las piernas de mi padre y de mi madre se detenían delante de mí y yo los oía intercambiar unas palabras de orden logístico. La logística era muy importante en una familia con nueve hijos de todas las edades. La logística es un invento de las familias numerosas. Una vez escuché preguntar a mi madre.

-¿Has visto a Juanjo?

-Andará por ahí -respondió él.

-Este chico…

La expresión “este chico…”, seguida de un silencio inquietante, representado por los puntos suspensivos, devendría endémica en la boca de mi madre. Yo mismo, al mirarme en el espejo y contemplar aquel desastre de criatura, exclamaba con frecuencia: “Este chico…”. A mi madre le preocupaban mis estados de ensimismamiento. El yoga no había alcanzado aún nuestras latitudes. Curiosamente, muchos años después, ya jubilados, mis padres recibieron clases de yoga mental y practicaron la meditación, lo que constituyó un descubrimiento que alegró el final de sus vidas. Cuando yo los visitaba y les preguntaba cómo les iba, mi madre interrumpía su charla sobre el yoga con esta otra expresión:

-Bueno, tú sabes.

Creía, pobre, que yo sabía yoga, pero yo solo sabía ensimismarme. Lo hacía para defenderme del mundo, y no porque el mundo fuera agresivo, sino porque me resultaba incomprensible. Lo que yo hacía, en definitiva, era callar en voz alta, pero no se notaba porque no se puede callar en voz alta como no se puede abrir herméticamente una ventana.