Te plantas en el Consorcio de Tributos porque se han hecho la picha un lío con tus datos, te están pasando recibos por una cuenta que no es, se están equivocando de titular… un rollo patatero. La sede electrónica no funciona, así que no te ha quedado otro remedio que pedir cita presencial. Llegas, esperas un poco y te atiende una empleada pública. Primer asunto asombroso, es educada. Segundo, entiende perfectamente y a la primera los problemas que le estás contando. Y tercero, te ayuda a resolverlos, busca la manera de pasar los datos de un lugar a otro, soluciona pequeños inconvenientes… en fin, que en unos pocos minutos lo dejas todo perfectamente aclarado. Y luego, pagas todos los recibos que tenías pendientes. Y cuando te estás marchando compruebas, asombrado, que acabas de pagarle una pasta a la administración pública y, sin embargo, te vas razonablemente contento. Porque te han atendido con amabilidad y con eficacia. Y uno, la verdad, no está acostumbrado a que todo eso ocurra cuando vas a las ventanillas de lo público. Si se piensa bien es bastante triste que ese tipo de personas –educadas, comprensivas y eficaces– sean una excepción y no la regla entre quienes atienden a esos ciudadanos que sí tienen muchas razones para estar cabreados, atosigados a impuestos como están. El día en que deje de ser un milagro encontrarte con gente así, este país habrá cambiado en algo muy importante.