Canarias sigue registrando más de un centenar de nuevos casos diarios de infección, los hospitalizados en UCI bajan muy lentamente y, desgraciadamente, se siguen produciendo muertes. La mayor incidencia, con una diferencia sustancial, se anota en Santa Cruz de Tenerife. Y después de más de un año de pandemia –con toda la información acumulada, la investigación científica publicada, la experiencia en la gestión de la crisis disponible– nadie sabe explicar la lentitud exasperante en el vencimiento de la pandemia y, más en concreto, la resistencia del coronavirus en Tenerife y, más concretamente, en su capital.

Desde luego que pueden citarse varias obviedades. Por ejemplo, que aunque el ritmo de la vacunación se ha intensificado en las últimas semanas todavía tenemos apenas un 20% de la población diana inmunizada. Es todavía un porcentaje muy bajo, pero que no lo explica todo. Porque en el fondo todos sabemos, todos deberíamos admitir, por qué Santa Cruz de Tenerife –sería más ajustado apuntar: el área metropolitana de la isla– padece peores cifras. Hace un mes subí a visitar a un amigo en La Laguna. Por entonces Tenerife se encontraba en nivel 3. Después de un buen rato charlándome propuso adquirir algo en algún restaurante local y comer en su casa. Me quedé estupefacto al comprobar la frenética actividad de la restauración en el centro histórico de La Laguna. Decenas y decenas de terrazas y mesas en las calles peatonales del corazón de la ciudad. Era tal la densidad de sillas y personas que en algunas esquinas era imposible no tropezarse con alguien. La inmensa mayoría de la gente reía, comía, hablaba o reía sin mascarilla. Mientras nos preparaban el condumio llegaron dos o tres pibas que lanzaron un alarido común al descubrir a sus colegas. Corrieron, se abrazaron, se besaron muertos de risa, y al cabo de un minuto comenzaron a sacarse fotos frenéticamente con sus teléfonos móviles. Todos eran chicharreros y al final del día bajarían en tranvía a Santa Cruz. El jolgorio aumentaba por momentos y era necesario alzar la voz para hacerse entender. Un conocido se me acercó con una tabla de quesos después de sortear varias mesas, gritos y toses e insistió que probase uno. Pagamos la comida, cogimos las bolsas y salimos corriendo. Le pregunté a mi amigo lagunero si La Laguna había sido excluida de la fase tres gracias a la presencia milagrosa de Santiago Pérez en el Senado. Se rió mucho.

–Aquí, en La Laguna, desde que terminó el confinamiento, yo jamás me he enterado en qué fase estamos, la verdad.

Por supuesto, Santa Cruz es más aburrida, quiero decir, más comedida. Aun así también puede apreciarse fenómenos y comportamientos muy parecidos en determinados espacios de la capital. En los restaurantes, tascas y cafeterías de los grandes almacenes es imposible encontrar un puñetero sitio libre, pero más difícil que encontrar una silla desocupada es hallar alguien con la mascarilla puesta. Se sientan, se arrancan las mascarillas y no se la vuelven a poner hasta dos horas más tarde, después de los postres y el café. Es un comportamiento demencial cuando la pandemia apenas ha comenzado a retirarse. Una relajación de las normas de seguridad sanitaria en marcha desde hace meses y que no encuentra ningún freno, ninguna prudencia, ninguna exigencia por parte de nadie. Una relajación que trivializa las medidas de seguridad más que en ninguna otra isla y que explica, muy probablemente, la cómoda resistencia del coronavirus en una comunidad de pendejo irredentos. Me pone tan nervioso como esas voces desaforadas que quieren abrir las islas a todo el turismo de inmediato con todavía casi un 80% de la población que debe vacunarse sin haber sido inmunizada. No está ocurriendo nada extraño. Somos nosotros, es nuestra estupidez, desidia y majadería, la que está facilitando al coronavirus una larga y potencialmente peligrosa despedida.