Al morirse el dictador había pasado tanto tiempo desde que mandaba que daba la impresión de que esa muerte lo había borrado todo y de que todo iba a ser enseguida de otro color. No fue así, naturalmente, y algunos lo percibieron más que otros en un lado y en otro del espectro político y también sentimental. En aquel mismo instante de la desaparición física de Franco, en ese momento tan celebrada en un lado y tan llorada en otro, la Redacción de EL DÍA, donde trabajaba entonces, estaba ocupada por algunos franquistas de alma y corazón y por otros que eran franquistas de oportunidad. Unos, en efecto, lloraron como hombres, mientras que otros empezaron a hacer visible su regocijo o al menos la sensación de que había que irse acomodando.

Esas sensaciones fueron evidentes en toda España, no sólo entre periodistas, naturalmente, sino en la muy abundante población hasta entonces obligadamente apolítica e inmediatamente politizada. Yo había nacido en lo más triste de la posguerra, cuando todavía decir Franco costaba porque las calles, las escuelas o las casas tenían oídos en las paredes. En mi pueblo había franquistas (y los hay), y entonces también se distinguían por su modo arrogante de exhibir el poder que les daba ser afectos al que ganó la guerra. En mi escuelita estaba Franco retratado y mejorado con colores por cierto alegres, como si estuviera celebrando haber ganado una carrera de sortijas a caballo. Y por todas partes había adictos que se fijaban en la esencia de la lealtad para tener en cuenta hasta qué punto llevabas o no la sangre política correcta.

En aquella Redacción, que ahora está unos pasos más arriba de la que hubo entonces, había un franquista de larga raigambre al que yo le tenía muchísimo afecto, y del que he escrito aquí alguna vez. Era Secundino González, al que llamábamos Tinerfe, que era el redactor jefe de Deportes. Iba siempre con muchos periódicos bajo el brazo, por lo que alguno le puso el mote de “sobaco ilustrado”, con el que se fue a la tumba. A pesar de su acendrado amor a Franco, un desliz contra un capitoste de entonces, presidente a la sazón del equipo de fútbol titular de la isla, lo llevó al destierro, y no hubo manera de aliviarlo de vivir un tiempo en Madrid, como redactor del diario ultra El Alcázar.

Hubo gente que se lamentó de esa expulsión Tinerfe a la Península porque creyó que el nombre de ese periódico, que fue utilizado para el golpe franquista del 23F, se hacía en Toledo… Regresado a Tenerife, Tinerfe siguió con su fe política y su intensa dedicación al trabajo periodístico, que llevaba a cabo minuciosamente, como si estuviera bordando sacos de frutas. Pues esa mañana del 20 de noviembre de 1975, conocida de madrugada la noticia de la muerte del dictador, escuchadas las lágrimas del entonces presidente Arias Navarro y preparada la nación para pasar página, tanto Tinerfe como este periodista tan joven entonces fuimos a nuestros puestos de trabajo. Él se sentaba, como enguruñado, ante una tonelada de periódicos, ante su cuaderno hecho con restos del papel prensa amarilloso que utilizábamos... Enfrente estaba la puerta del director, Ernesto Salcedo, que vino al periódico como franquista pero que luego fue el encargado de quitarle los aditamentos temibles del Movimiento.

En aquel momento en que ya él se había acomodado para vivir el peor momento de su vida como seguidor del que había ganado la guerra observé que Tinerfe se ocultaba debajo de sus brazos, y lloraba. Fui hacia él, desde mi lugar en el otro extremo, lo rodeé con mis brazos y lo consolé como se consuela a un amigo que ha tenido una pérdida irreparable. Y para otros sería una pérdida saludable para construir el porvenir de otra manera, pero para Tinerfe durante un buen rato aquel fue un modo de vivir el fin del mundo.

Había muerto Franco…, pero no del todo. Y sigue sin morir del todo, por razones evidentes cada día en los distintos modos de llevar la vida política o social en un país en el que obispos y políticos, por ejemplo, siguen añorando modos de ser que pararon la evolución moral de la libertad en tiempos de la República, que fue víctima de la inquina de los que luego serían los vencedores. Una vez ganada esta plaza abierta que fue España, aquel hombre que acababa de morir convirtió este territorio en una especie de finca amurallada contra toda innovación liberal.

Que aquel periodo desgraciado que fue el fascismo no se había acabado tuvo dos evidencias mayores, la matanza de los abogados de Atocha y el golpe del 23 de febrero. En una ocasión mostraron sus dientes mellados por una historia cruel los matones amparados por los residuos del mando militar y en el otro caso fue el propio estamento militar nostálgico de los modos de ser del dictador añorado por ellos los que intentaron poner el freno, o la marcha atrás, al instrumento democrático contenido en la Constitución.

En el caso de los periodistas isleños de entonces, que empezaban su relación con el oficio estrenando libertad de expresión, hubo un hecho que entonces parecería anecdótico pero que luego se prolongó, una y otra vez, como la expresión de lo que fue el franquismo en relación con los medios. Como aquel régimen se hizo sobre la base del poder absoluto, sus sucesores creyeron, incluso tras la muerte de Franco, que burlarse de los periodistas era fácil e incluso aconsejable, para tenerlos amedrentados. Y nada más morir Franco fue a Tenerife Blas Piñar, que aspiraba a seguir mandando en el proceso que siguió al fin de la dictadura. Él era el líder de Fuerza Nueva, y como tal acudió a mi pueblo, el Puerto de la Cruz, donde había (y hay) hijuelas de aquel movimiento nacional.

Aquel personaje repeinado vino adornado con algunos matones que de inmediato emprendieron las burlas y las amenazas contra los que fuimos a cubrir la visita. Fue un momento muy violento de cuyas circunstancias no me he podido olvidar, y que ahora me vienen a la memoria viendo cómo actúan los seguidores de Vox también los medios de prensa que ellos consideran que estarían mejor callados.

Una de las circunstancias en las que ahora Vox imita aquel momento se percibe cuando su líder absoluto, Santiago Abascal Conde, un trasunto moderno (¿moderno?) de aquel Blas Piñar, se somete a ruedas de prensa públicas. Entonces lo rodean estos matones, insultan a los que se atreven a preguntar fuera de los cánones, y hacen de esas ocasiones una exhibición de amedrentamiento. Podría pensarse que esta barbarie se quedaría ahí, en ese reducto peligroso de la ultraderecha, pero este jueves último observé que al líder popular, Pablo Casado, acudieron a arroparlo en Ceuta seguidores que, en medio de una rueda de prensa, como hacen los de Vox, se dedicaron a abuchear y a amedrentar a los periodistas.

Fue un momento escalofriante. Del largo aprendizaje democrático que se le supone a Casado se hubiera esperado que saliera en defensa de los informadores. Pues no. Dijo exactamente esto al escuchar el argumento de los que fueron a reventar la rueda de prensa: “Estoy bastante de acuerdo con estos caballeros”. Todo lo que dijo, y lo que dirá, estará de un modo u otro marcado por esa frase que no tiene en cuenta ni el oficio ni el espejo en que se miran quienes van a adularle para que los periodistas se mantengan en silencio ante lo que digan “estos caballeros”.