Hace un rato intenté sumar toda la pasta recibida por Canarias a través del llamado Plan Integral de Empleo (PIEC) desde que comenzó a funcionar el artefacto, hijo de los acuerdos entre el primer Gobierno de José María Aznar y Coalición Canaria, que en aquellos inolvidables años disponía de cuatro escaños en el Congreso de los Diputados. Me parece que suman más de 700 millones de euros, pero no estoy completamente seguro. El impacto de semejante dineral, gastado a manos llenas en supuestas (o reales) políticas activas de empleo, es sumamente evidente: ninguno. Por supuesto que debe tenerse en cuenta la avasalladora crisis de 2007/2008 y la decisión, durante la etapa de Fátima Báñez frente al Ministerio de Trabajo, de enterrar el PIEC sin demasiadas contemplaciones. Pero, aun así, no creo que quepan demasiadas dudas: el PIEC, siempre reformado y siempre más preciso y riguroso que el año interior, ha sido un instrumento caro, ineficaz e ineficiente para un país cuya mejor cifra de desempleados fue un 10% de la población activa en 2006, y que en los últimos años se había empezado a crear puestos de trabajo con moderada fuerza hasta que cayó la covid como un rayo. En una comunidad más o menos normalita un 10% de paro ya sería escandaloso. Francia padece un 7,3% y su presidente considera que se trata de una situación “intolerable y que pone a todas las fuerzas política de la república en jaque”.

Siempre puede encontrarse cierto consuelo fantaseando sobre lo que hubiera ocurrido en el mercado laboral canario sin el PIEC. Muy probablemente se hubiera producido más frustración y más sufrimiento social. Pero sus efectos laborales y socioeconómicos son parecidos a los del PER en Andalucía y Extremadura. No ha contribuido en ningún momento a mejorar la cualificación de los trabajadores isleños –pese a las decenas de miles de horas de cursos impartidos– ni al rescate de desempleados de larga duración ni a corregir, si quiera levemente, el estratosférico paro juvenil que arrastran las islas como una tormenta. El PIEC sirve para distraer ocasional y brevemente al desempleo crónico que caracteriza Canarias, no para controlarlo siquiera. No he revisado el que acaban de firmar ahora el presidente Ángel Víctor Torres y la ministra Yolanda Díaz –jamás había visto ministro o ministra tan afectuosa con un señor tan simpático como José Carlos Francisco– pero no creo que cambie demasiado. La señora Díaz ha asegurado que ahora sí que sí se evaluarán sistemáticamente las políticas y programas emprendidos, se digitalizará la monitorización de los mismos y se pondrán todos los recursos y propuestas online a disposición de los ciudadanos. Es una buena noticia, efectivamente, pero el problema, singularmente en Canarias, es que no se crea todo el empleo necesario en un marcado laboral destruido por la covid, pero ya antes generador de puestos de trabajo precarios, con sueldos bajos y un subempleo cada vez más extendido.

La ministra también tranquilizó a los empresarios al afirmar que los ERTE, si es necesario, se prolongará más allá de septiembre. “Es un instrumento que ha llegado para quedarse”, dijo con su habitual simpatía tranquilizadora la señora Díaz. Espero que no. En fin, sería mejor que no. Según la propia previsión del Gobierno central, habremos gastaremos en mantener los ERTE, desde abril del paso año hasta el próximo septiembre, unos 30.000 millones de euros en prestaciones y exoneraciones. Solo hace unas horas la UE ha dejado claro que quiere volver al control presupuestario y el rigor fiscal en 2023. No, sería una pésima noticia que se debieran mantener los ERE, de la misma manera que el PIEC es una herramienta cada vez más obsoleta en un espacio social y económico que no volverá a ser como antes.