Recuerdo la campaña publicitaria de una famosa marca española de embutidos que se extendió hace años como la pólvora por las redes sociales. Y es que el mensaje que transmitía movía sin duda a la reflexión: “alimentando otro modelo de mujer”. Desconozco si sus promotores consiguieron, además de aumentar sus ventas, fomentar de una vez por todas una apariencia más realista y saludable. Lo cierto es que a estas alturas del almanaque, dietistas y nutricionistas aprovechan para revelar sus informes anuales, en los que avalan que, ante la inminente llegada de la época estival, millones de personas se ponen a dieta, la inmensa mayoría de ellas sin recurrir a la supervisión de un experto en la materia. Parece ser que en torno a un 40% de la población femenina se sube al carro de esta práctica, que puede conllevar problemas de salud y derivar en trastornos alimentarios. No obstante, a las primeras de cambio se suelen acabar abandonando, bien sea por aburrimiento o por incapacidad de vencer las numerosas tentaciones gastronómicas. La clase médica lleva lustros alertando, principalmente a las adolescentes, del riesgo de sufrir desórdenes alimenticios cuyo origen se halla en la obsesión patológica por adelgazar a cualquier precio, llegando hasta el 25% el porcentaje de jóvenes dispuestas a perder esos kilos que creen tener de sobra.

Alcanzar ese ideal de belleza con el que a diario nos bombardean la publicidad y los medios de comunicación constituye, salvo casos excepcionales, una misión imposible. Pretender emular a las estrellas del celuloide o a las divas de la música, además de una fantasía irrealizable, acarrea un cúmulo de inevitables decepciones a quienes centran su existencia primordialmente en el aspecto físico. El panorama actual es de locura, pues la presión del patrón cultural vigente incita a las masas a aplicar esta engañosa filosofía de las apariencias, que se cobra cada año miles de vidas. La moda hace estragos y el coqueteo con la anorexia de numerosas profesionales de la pasarela, unido al diluvio de anuncios de cremas reductoras, alimentos bajos en calorías y aparatos de gimnasia de todo tipo, encuentran terreno abonado en la de por sí titubeante estructura psicológica de unas todavía niñas que se lanzan en pos de unos cuerpos utópicos. De ahí a los ayunos cíclicos y a la contabilización detallada de miligramos apenas hay un paso. Por ello, se recomienda a las madres y padres y al entorno cercano extremar la precaución en cuanto a sus hábitos de vida saludable en el ámbito doméstico, dado que los más pequeños de la casa tienden a reproducirlos.

Para complicar más si cabe esta situación, las medidas resultan a menudo cuestionables, no siendo tan infrecuente encontrar prendas más estrechas que las correspondientes a su presunto tallaje, lo que genera aún mayores complejos en las potenciales clientas a cuenta de la anchura de sus caderas o la largura de sus piernas. Adelantándose a posibles disgustos en los probadores, resulta desolador conocer los planes dietéticos que diseñan algunos individuos en plena despedida de la primavera, persiguiendo ese recurrente propósito anual que les hace perder, no sólo peso, sino también alegría y estabilidad emocional. Incluso las relaciones sociales de estas esclavas (y también esclavos) de la báscula se ven perjudicadas cada vez que rehúyen cualquier celebración que pueda trastocar su férrea abstinencia.

Definitivamente, vivimos en un mundo lleno de contradicciones y ya va siendo hora de reflexionar sobre algunas conductas sociales que, objetivamente, no tienen ni pies ni cabeza. Con un mínimo de dos dedos de frente se torna inasumible aceptar el hecho de que, mientras cientos de millones de seres humanos que habitan en países subdesarrollados padecen una hambruna feroz, sus homólogos de las naciones más pudientes les emulen voluntariamente con la triste excusa de lucir una carcasa más atractiva, por más que en su reverso lleve impresa la inexorable fecha de caducidad.

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