Qué pasa en tu país?, le pregunto a un amigo de Bogotá, ahora en España explorando las posibilidades de una vida profesional aquí. Me gusta este tipo de conversaciones porque proceden de gente que experimenta la realidad. No se trata de informes de politólogos, sino de la mirada de alguien informado que mira las cosas desde la óptica de un ciudadano. Este hombre, que se lanza a una aventura con toda su familia, me sugiere que el problema real es la falta de horizonte. Eso es lo propio de una sociedad injusta. Un profesor de universidad que ya no puede garantizar una educación para sus hijos. Así de sencillo. Si los envía a los sistemas públicos, están ya lo suficientemente deteriorados como para temer el fracaso escolar; si los envía a los sistemas privados, son tan caros que entonces no podrá pagar el alquiler de la vivienda. En Bogotá, la clase media ya no puede reproducirse. O eres parte de la clase media alta, o debes entregar a tus hijos a alguna de las mil formas de malvivir que guarda la panza de la monstruosa megalópolis.

Colombia: no minusvalorar a Duque

¿Les suena de algo el problema? Es el modelo que se impone lentamente desde Alaska a Tierra de Fuego, el que se intenta transferir a España. Que todavía seamos un país envidiable para los hispanoamericanos, no debe hacernos perder la perspectiva. Si la agenda neoliberal se nos impone, pronto nos pareceremos como dos gotas de agua a las sociedades latinoamericanas. Por eso es tan importante saber lo que está pasando en Colombia y examinar si es un conflicto lejano o cercano. Para decidir, deberíamos mirar el medio plazo de la agenda mundial y no cegarnos con el humo que se lanza sobre este presente confuso.

De esta conversación concluyo que cuando esa agenda esté suficientemente avanzada, no deberíamos tener muchas expectativas de que la democracia siga existiendo. Cuando le pregunto no ya por la condición estructural de la protesta, sino por la ocasión de la misma, me hace un diagnóstico muy claro. Colombia malvive en la llamada economía informal. Y la capacidad recaudatoria por rendimientos personales de trabajo es mínima y se carga sobre aproximadamente ese 30 % de la población que trabaja en la economía legal. Con la crisis, el país ronda el fantasma de la suspensión de pagos. Eso es letal para las inversiones extranjeras, por supuesto, y para el prestigio del Estado.

La única manera de hacer frente a este peligro es sencillamente subir impuestos indirectos al consumo. Para los que malviven en la economía informal, eso es la muerte. Que te suban en plena crisis el precio del autobús, del pan, del metro, de la luz o de la gasolina, cuando tus ingresos dependen de lo que puedas trapichear en la entrada a la autopista, vendiendo en los semáforos o marchando por tu cuenta a las explotaciones agrarias de las afueras para lo que necesitas tomar tres autobuses, eso te lleva a la insufrible precariedad. Si las capas medias ya están castigadas por los impuestos de rendimientos de trabajo, con esas subidas de precios se hunden. Frente a esta carga fiscal insoportable, la ciudadanía asiste estupefacta a las exenciones fiscales para la oligarquía adinerada. Eso hizo estallar Cali.

Pronto se sumaron los campesinos de muchos otros lugares pertenecientes a los pueblos indígenas, porque ven cómo la violencia se ceba con sus líderes comunitarios, cómo de nuevo los paramilitares los expulsan de sus tierras, en el enésimo acto de apropiación del territorio por parte de los intereses de la coca, la ganadería o las plataneras. Y esta reforma fiscal, avisa mi amigo, era solo la primera del gobierno de Duque. Debía seguirle la reforma laboral, de la sanidad y de las pensiones. Ante ese horizonte gubernativo, que priva a la sociedad entera de futuro, la ciudadanía se ha levantado porque sabe lo que se juega. Aquí el ejemplo chileno les abrió los ojos y por el mismo motivo.

Por eso, aunque el gobierno haya retirado la reforma fiscal, siguen las protestas. Se ha quebrado por completo la confianza entre Duque y la ciudadanía. Ya no se trata de una medida u otra. Se trata de un estallido que revela las condiciones estructurales de la sociedad y que lanza un grito explícito de que no tiene la menor esperanza de que este gobierno mejore su condición. Se trata, me dice mi amigo, de que la opinión pública ha corregido el juicio que hasta ahora había lanzado sobre Duque. Se le consideraba un pelele de Uribe. Ahora se le ve como un déspota que se atreve a poner a Colombia en la senda de los poderes concentrados excepcionales, algo que no logró Uribe porque inspiraba mucho miedo a mucha gente. El limitado y aparentemente servicial Duque confundió a la opinión pública, que lo consideró objeto de broma y no una fuente de peligro.

Ahora se ha visto claro, por debajo de su aparente política errática. La unión de paramilitares, funcionarios, policías y militares en la represión criminal de la ciudadanía, las formas de atemorizar a la gente con violaciones de muchachas, ese expreso objetivo de dañar los ojos de los manifestantes, las detenciones masivas, el despliegue de guerra que ha proclamado en Cali, bajo la denuncia de «islas de anarquía»... todo hace prever que seguirá con esta política, que produce el desorden social para tener la coartada de asumir poderes autoritarios. Y esto muestra que, tarde o temprano, las políticas neoliberales tienen que atentar contra la democracia.

Como una gota de agua de Maduro, que también fue minusvalorado, me dice mi amigo que Duque ya tiene una concentración inaudita de poder mediante el control de la fiscalía, de la procuraduría y mediante la corrupción de parlamentarios, lo que le deja manos libres para impulsar una política militarista exclusivamente al servicio de la oligarquía del país, que se enrola en sus filas con sus milicias armadas. Y para imponer esa política ya cuenta con programas de televisión a su servicio en horarios de máxima audiencia. Muchos observadores avisan de que ese militarismo puede ser la preparación de un conflicto en la frontera venezolana.

El colectivo del profesorado de la universidad pública de Antioquia, uno de los campus más bellos de América, se pregunta si se puede tolerar la irresponsabilidad de este gobierno, y la respuesta es obvia. No. Es hora de secundar su llamamiento a que intervengan gobiernos y organismos internacionales para frenar esta escalada contra los derechos humanos, de la que se puede derivar un conflicto regional. Es hora de saber si de verdad la diplomacia de Biden defiende las causas justas de los pueblos, y no solo la de su pueblo.