Traer un contenedor desde Asia —según denuncian— ha pasado de mil cuatrocientos euros a más de seis mil. La pandemia ha causado estragos en la conectividad marítima, además de en la aérea. Y que se hayan disparado los precios del transporte tiene efectos perversos en el precio final de las cosas.

Según los estudios realizados hace algunos años por nuestro gobierno, el sobrecosto de la insularidad suponía más de cinco mil millones al año, el 8% de la producción de bienes y servicios de la economía privada en las islas. Y la repercusión de ese encarecimiento era hasta cuatro puntos mayor en las islas no capitalinas, en comparación con las dos mayores.

Una y otra vez nos tropezamos con la misma piedra. Una persistente realidad estructural que forma parte de la geografía. Un archipiélago situado a dos mil kilómetros de sus mercados de referencia —turísticos, agrícolas o industriales— soporta unos costos añadidos en la comercialización de sus bienes y servicios. Y para “saltar” esa distancia sólo existen dos fórmulas: que “alguien” pague solidariamente los sobrecostos o que te dediques a la venta de servicios en donde el transporte no forme parte de la cadena de valor.

La especialización de Canarias ha sido siempre la obtención de compensaciones que nos nivelaran en igualdad de condiciones a las producciones peninsulares. Y ha sido una política de éxito. Logramos nuestro reconocimiento como territorio ultraperiférico ante la Unión Europea y hemos arrancado, trabajosamente, medidas compensatorias del Estado español: las más significativas la subvención a la producción extrapeninsular de energía eléctrica y la del transporte de viajeros y mercancías. Pero aún con todo ello, ni nuestra industria ni nuestra agricultura han podido despegar.

El discurso es que tenemos que cambiar. ¿Hacia dónde? Las renovables pueden abaratar la factura energética —cuyo sobrecoste no pagamos nosotros— y respetar el medio ambiente. Es una tarea inaplazable. Pero eso no nos va a dar de comer. Hablar de instalar en las islas empresas TIC me hace desfallecer. Obras son amores. Tenemos paralizado el crecimiento de la mayor universidad on line en español en el mundo, la Tech University, que se vino a la ZEC creyendo que le íbamos a poner una alfombra roja y a la que hemos terminado metiéndole un palo en las ruedas. Hemos perdido los incentivos a las producciones audiovisuales en Canarias —adiós cine,adiós— porque delante de nuestras propias barbas han favorecido más al territorio continental que a las islas: por pura ignorancia, porque en Madrid es que no se enteran de lo que somos y de cómo somos. Y la nueva Ley de la Cadena Alimentaria, si sigue el caminar de la perrita, puede acabar involuntariamente con más de cien mil toneladas de producción canaria, porque nuestro plátano es demasiado caro para competir con la banana centroamericana y africana que entra por la Península como Pedro por su casa (comercializada por cierto, entre otros, por empresas donde hay socios canarios).

Esas son algunas realidades. Y luego están los discursos. Que pueden ser sinceros, al mismo tiempo que cándidos. Pero nada cambiará, si todo sigue igual.

El recorte

Una apuesta arriesgada

Aquello de tirarse por un barranco electoral no era una metáfora de Ivanovich, el camarada asesor. Es una realidad. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha decidido poner toda la carne en el asador. La suya y la del PSOE. La reforma del Código Penal para rebajar las penas por delitos de sedición es una brillante y polémica maniobra para poder revisar la situación de los políticos presos/presos políticos, catalanes (aunque me temo que tendrán que revisar a la baja, también, las penas de la malversación). En Moncloa consideran que esa apuesta —muy arriesgada— va a facilitar la recomposición de la situación con una Cataluña sublevada. Se me escapan, seguramente por cortedad, las razones para tal presunción. Los soberanistas catalanes no han dado ni un paso atrás en su propósito de crear una república independiente de España. Y no han renunciado a su creencia, legítima, de que el derecho a la autodeterminación reside en el pueblo catalán. El concepto del arrepentimiento es tan decimonónico como el origen de la ley del indulto —que data del mil ochocientos— y parece razonable que una sociedad moderna no base sus decisiones en conceptos morales tan desfasados. Pero sí parece sensato que un penado al que vas a indultar haya declarado formalmente su propósito de no reincidir. Ha sido, por ejemplo, una clave esencial en el tratamiento de los presos etarras. Y es manifiesto que ni uno solo de los independentistas catalanes considera que haya vulnerado las leyes y la Constitución en su desafío soberanista. Eso les hace dignos de admiración, por lo menos de la mía, por su valentía y coherencia. Pero sugiere que si se les indulta no es porque ellos se hayan equivocado, sino porque se equivocaron quienes los metieron entre rejas. Y errar sobre un error no es acertar.