Cuando los nuevos demócratas declararon inaugurada la preautonomía de las islas, en una tormentosa reunión en las Cañadas del Teide, no se podían ni oler la tostada; los pobres. La Junta de Canarias, el nuevo gobierno de la transición de la dictadura centralista al menceyato macaronésico, vivió, casi de prestado, en pisos alquilados o dependencias cedidas por el cabildo. El primer presidente de la cosa, Alfonso Soriano, iba a recibir a las autoridades al aeropuerto del Sur en su coche particular, creo recordar que un Volkswagen escarabajo. Da risa floja mirar la vasta flota de lujosas y oscuras berlinas de cristales tintados en las que se mueve ahora la pléyade de autoridades que nos desgobiernan.

Sobre aquella modesta semilla ha crecido una selva subtropical. Setenta y pico mil empleados, grandes edificios en los dos capitales y una poderosa estructura de leyes y reglamentos orientadas, mayormente, a proteger la existencia de la cosa pública, proveerse de pasta a través de impuestos y producir más leyes y más reglamentos para complicarle la vida todo lo posible a ciudadanos y empresas.

Desde los años setenta hasta hoy muchísimas cosas han cambiado a mejor. La revolución de los transportes ha mejorado la conectividad de las islas. El desarrollo del sector turístico ha sido brutal y ha generado miles de puestos de trabajo y miles de millones que, desgraciadamente, se han llevado de aquí los que invirtieron en hoteles mientras los canarios nos comíamos los mocos. Hemos tenido un crecimiento demográfico superior a la media del Estado. Se ha mejorado la Educación y la Sanidad públicas, se ha desarrollado una amplia clase media y, hasta ayer mismo, habíamos retrocedido en los índices de analfabetismo y pobreza: lo primero, escuchando a algunos políticos contemporáneos, está en peligro de extinción y el segundo logro, viendo el incremento del paro y del hambre, parece fracasado.

Después de tantos años, Canarias vive de la venta de servicios turísticos y de poner la mano. Llegamos a facturar dieciséis mil millones por lo primero y trincamos otros dos mil y pico por lo segundo, entre subvenciones al transporte de viajeros y mercancías, generación de energía, ayudas europeas y otras hierbas. Y eso sin contar los otros cinco o seis mil millones que nos llegan del Estado —como a todos los españolitos— para sostener los servicios del Estado del bienestar, las pensiones o el paro. Nuestra agricultura y nuestra industria se han congelado en el PIB y nuestra balanza comercial se sostiene gracias a la tumbona.

Cuarenta años de autonomía nos han hecho menos autónomos que nunca. Todas las economías del mundo son interdependientes, pero la nuestra vive enchufada a un gotero. No hemos avanzado en la soberanía energética, ni en la alimentaria, ni en la económica. Y cualquier indicio razonable de libertad o madurez se basa en la capacidad de las personas o las sociedades de vivir de su propio esfuerzo.

La pobreza causada por la pandemia es un espejismo. Muy real, porque hay familias en las colas del hambre, que han perdido sus casas, sus trabajos y sus esperanzas. Pero antes de que llegara el coronavirus Canarias ya mostraba síntomas de una grave enfermedad. Los salarios estaban a la cola del Estado, el paro duplicaba la media nacional y los indicadores de exclusión social estaban en rojo. Y eso, cuando los turistas nos desbordaban.

La riqueza que se ha generado en Canarias o se ha marchado fuera de las islas o ha terminado derivando al sostén de una administración pública que no nos merecemos, en el estricto sentido de la palabra. Trescientos sesenta mil parados —los oficiales y los ERTE— y ciento sesenta mil empleados públicos, junto a trescientos mil pensionistas, dejan ocupados en el sector privado a poco más de medio millón de personas. Ninguna empresa funciona si solo produce recursos menos de una cuarta parte de la plantilla. Y esos somos nosotros.

Desde hace años todo eso ha pasado por delante de nuestras narices. Y como si oyéramos llover. Nuestra renta familiar disponible se alejó de la media nacional cuando más crecíamos. Y nos la trajo al pairo. Seguimos importando mano de obra aunque teníamos en las islas excedente de trabajadores. Nos cargamos inversiones multimillonarias por no molestara los escarabajos y ahora, en el sueño de la descarbonización, hemos decidido crear una disneylandia de energías renovables, porque alguien debe tener pensado cómo empaquetar los kilowatios dentro de las manillas de plátanos para convertirlo en un producto estrella de nuestras exportaciones.

Hoy, Día de Canarias, sonarán folías. Y nos enseñarán por la televisión las bellezas de esta tierra. Y nos emocionaremos, ¡hurra!, con la patria y el almendro y la madre que nos trajo. No sé si tendrán televisores de plasma en los comedores sociales, pero ya podrían.

El recorte

Con la mordaza puesta

Ha dicho Pedro Quevedo, diputado de Nuevas Canarias, que el Gobierno de Canarias no puede levantar la voz ante sus jefes de Madrid. Y que eso se traduce en que estas islas están hechas unos zorros. El problema no está en que tenga razón —que la tiene— sino en que su partido forma parte de ese mismo gobierno amordazado. Es un hecho clamoroso que nuestra tierra necesitaba, desde el año pasado, un plan de rescate similar al que se hizo para levantar a otras regiones de España afectadas por catástrofes naturales o reconversiones de sectores productivos, donde se han gastado ríos de millones. Es otro hecho que la SEPI ha destinado un pastón a la salvación de empresas en situación de dificultades mucho menos graves que la de un territorio con cientos de miles de personas en exclusión social y pobreza severa. Es una evidencia que en otro país distinto se habría dado prioridad en la vacunación, junto a los mayores de edad, a las zonas cuya vida dependen exclusivamente del turismo, como Baleares o Canarias. Y es una última obviedad que las Islas Canarias habrían merecido la misma atención a la crisis de la inmigración que la que desplegó Moncloa con la crisis ocurrida en Ceuta. En todos estos hechos comunes se distinguen nítidamente los perfiles de nuestra irrelevancia. Y se atisban los perversos efectos de un silencio complaciente que a veces parece cómplice. Se nos dijo que la política del enfrentamiento con Madrid no resultaba productiva. Pues bien, hoy también sabemos que la del silencio obediente tampoco. Ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio.