Me escribe un amigo con quien he compartido largas estancias laborales en el extranjero para preguntarme por qué no me ocupo más en mis artículos de la política española.

Desearía que criticase, por ejemplo, la arrogancia del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, su cortoplacismo y maniobrerismo y lo que él percibe como desprecio continuo a la oposición.

Tal vez le asista algo de razón a mi amigo en sus críticas, pero percibo al mismo tiempo que su visión, como la que muchos compatriotas tienen de la acción de gobierno, está excesivamente condicionada por el problema catalán, sin duda el mayor desafío para la convivencia que tiene el país.

No pueden aceptar que Pedro Sánchez se apoye en sus socios periféricos, pero se olvidan, como olvida también la oposición, que cuando el PP ocupaba el poder y los necesitó, no les hizo ningún asco.

Al igual que el sueño de la razón de Goya, el independentismo catalán ha creado monstruos, que nos persiguen a todas horas y vuelven muchas veces irrespirable la política nacional.

No puede ser que se agite continuamente el fantasma del separatismo catalán y aun del desaparecido terrorismo vasco cuando no ya - ¡a estas alturas!- el del marxismo-leninismo, que es al parecer cuanto está a la izquierda de la derecha del PSOE - para cargar contra Sánchez.

¿Acaso no tiene la oposición otros argumentos? Porque “haberlos, haylos”. Pero es mucho más fácil recurrir al terreno de las emociones que a la razón para intentar derribar a un Gobierno al que se percibe como débil por la inestabilidad de sus apoyos parlamentarios.

Lo hemos visto en la actual pandemia, en la que se ha echado de menos desde el primer momento la mínima solidaridad del PP- ¡y no digamos ya de Vox!- con el Ejecutivo para hacer frente juntos a un virus que no entiende de peleas partidistas.

Es cierto que Sánchez tendría que haber sido más transparente y, sobre todo menos engallado y más dialogante, pero le cuesta a uno repartir por igual las culpas cuando ve ya no sólo a la ultraderecha, sino también a la derecha, poner continuamente en duda la legitimidad de su Gobierno e intentar chantajearle para que se deshaga de los “comunistas” de Podemos.

Algo que vuelve a suceder con el actual conflicto diplomático con Marruecos, una monarquía feudal y despótica, envalentonada con el reconocimiento por la Casa Blanca de Donald Trump de su soberanía sobre el Sáhara, y que no duda en utilizar la emigración para también chantajear a su país vecino.

Por cierto, ahora vemos también a nuestros queridos aliados del otro lado del Atlántico aprestarse a llevar a cabo maniobras militares con nuestro vecino del sur, que incluirán por primera vez territorio del Sáhara occidental.

El líder del PP, Pablo Casado, no ha querido por supuesto dejar pasar la ocasión para reprocharle al Gobierno que haya descuidado las relaciones con EEUU – el presidente Joe Biden no ha llamado aún a Sánchez-, lo que se ha traducido, según aquél, en “pérdida de peso exterior”.

Debe de echar de menos Casado aquellos tiempos gloriosos en los que el presidente de EEUU, George W. Bush, ponía una mano en el hombro de José María Aznar como gesto de reconocimiento por el apoyo del Gobierno del PP a la invasión ilegal de Irak.

Y es que ¿acaso ha tenido también algún peso España en la Unión Europea durante los gobiernos de Mariano Rajoy, un político sin don de lenguas y al que en alguna cumbres europea le hemos visto como al margen de cuanto sucedía a su alrededor?

¿Qué decir, para terminar, del papel en todo ello de la prensa nacional más derechista - que ya no conservadora-, la editada sobre todo en Madrid, que, confundiendo información con opinión, utiliza hasta los pies de foto como editoriales para cargar continuamente contra el Gobierno “socialcomunista” y jalear a los suyos?

No se extrañe, pues, mi amigo de que prefiera seguir ocupándome en mis artículos de lo que sucede en el vasto mundo, que es además a lo que este viejo corresponsal extranjero siempre se ha dedicado.