En noviembre de 1975, Hassan II echó un pulso al franquismo en caída y al dictador moribundo. Experto en tensar situaciones y mantener bucles, el marroquí montó “una marcha de niños y mujeres para rescatar el Sahara ocupado” y cincuenta mil civiles invadieron el desierto por el sur y veinticinco mil soldados por el este. Antes y después del incidente, aparecieron la patética ambigüedad de la ONU, sus tiras y aflojas sobre descolonización y autodeterminación; requisitos y pegas de las partes, posturas interesadas de Francia y Estados Unidos, proclives a la anexión alauita “por la cercanía del FPolisario con la Unión Soviética”… Por narices, el astuto monarca desvió la atención de su política interna, que le costó dos golpes de estado en 1971y 1972, y paró en parte la erosión de su figura en el área norteafricana; en aquella zambra desafinada subió y bajó peldaños, apoyado según dijo, por la poderosa USA; unas veces aceptó “la negociación civilizada y se buena voluntad” y otras metió en las reclamaciones las últimas plazas españolas.

Con métodos similares, su hijo Mohamed VI engordó la lista de desencuentros con la entrada de ocho mil inmigrantes en Ceuta y, muchos menos, en Melilla. Devueltos por la fuerza o por decisión propia, el drama de los adultos sin trabajo y los jóvenes y niños sin futuro, sigue ahí con todo su riesgo, su dolor y su peso. Mientras nuestros ultras machotes vuelven a la carga implacable contra los menas y sólo les falta a los corajudos negacionistas gritar el ¡Santiago y cierra España!, entre las contradicciones y tibiezas de las fuerzas democráticas.

Se rebajó la tensión de los primeros días, desde luego. Pero el dedo, que nunca tapa el sol ni la verdad, apunta como causa de la tensa algarabía la hospitalización de Brahim Galí, presidente de la RASD y aquejado del Covid 19 en un centro español. Con este argumento de largo recorrido – la Audiencia Nacional a su vez reclama la declaración del líder polisario por causas pendientes – tenemos pretexto y conflicto para rato, para mucho rato. .

Ante esta enfermedad crónica y con episodios graves, se necesita paciencia – franciscana y diplomática – para volver al imprescindible y difícil diálogo entre vecinos y socios; solidaridad para no ser sordos ni ciegos y prestar la atención posible al drama humanitario, usado sin pudor con propósitos espurios; templanza y unidad ante un problema de estado que exige patriotismo y cordura; firmeza para exigir a los socios continentales que, de una vez por todas, olviden las medias tintas, se posicionen ante las migraciones y requieran a Marruecos la rendición de cuentas por el dinero invertido en la protección de las fronteras; energía para reclamarles que, sin ambajes, se presenten como parte sustantiva y afectada del conflicto porque Ceuta y Melilla son fronteras de España y, a todos los efectos, de la Unión Europea; y constancia para que esa actitud quede clara ante nuestros venales vecinos y las potencias – Estados Unidos en primer lugar – que anteponen sus intereses y gustos en la escena internacional sin valorar las consecuencias. (El uso de estas virtudes o herramientas, no garantiza que, más temprano que tarde y con cualquier pretexto, las viejas lluvias nos devuelvan a los indeseables lodos).