No siento rubor de ningún tipo ni asomo de vergüenza al confesar que formé parte de manera entusiasta de ese grupo de personas que, al principio de la pandemia, confió en que la crisis sanitaria trajera con ella algo más que desgracias y pérdidas. Ante el reto abismal que debíamos afrontar como sociedad, jugué todas mis cartas al bando de la humildad, aquel que cree en la vulnerabilidad del ser humano sin tampujos, adornos o ropajes de plástico y conejos estresados con reloj. Un algo invisible pero letal estaba siendo capaz de derrumbar nuestro mundo perfecto y despiadado -y también a nosotros mismos- y quizás de todo ello, o mejor dicho tras todo ello, saliera algo mejor, pensaba yo, igual que del abono salen las mejores flores. Quizá de todo ello, o tras todo ello, el fruto fuera la caída del egoísmo del ser humano.

Durante siglos, la especie de la que formamos parte ha clamado a los cuatro vientos que es más astuta que ninguna y que es capaz de dominar los elementos de la naturaleza y a cualquier dios que se precie. De hecho se ha sentido Dios y, como tal, se ha sentido legitimada para castigar, juzgar y condenar a sus iguales y a otras especies más vulnerables a destinos inconcebibles para la mente humana. Solo así se pueden explicar los capítulos del libro que narra nuestra historia, ninguno de ellos exento de violencia. Guerras, invasiones, esclavitudes, torturas, asesinatos, salvajadas de todo tipo, violaciones, maltratos, represión... ¿En algún sitio y en algún momento un solo ser humano de este planeta habrá vivido en paz toda su vida, desde la cuna hasta la tumba?

En todo eso pensaba yo hace un año cuando, desde mi inocencia sin rubor, confiaba en que la vulnerabilidad compartida y evidenciada en esta pandemia iba a estrechar los lazos que nos unen y a romper de un golpe seco esas viejas gafas que nos hacen creer que estamos solos y, por tanto, rodeados de peligros de los que defendernos constantemente. El miedo al otro, a lo desconocido. Siempre el miedo. Ese miedo que nos hace desear que nadie cambie nunca, que siempre estemos rodeados de nuestra gente, en nuestro entorno y en esa vida tranquila a pesar del trabajo, el metro al que no llegas, las clases de natación de los niños, el coche averiado en el taller y las manías de la suegra de las que tanto te quejas. Ese miedo que nos hace convertirnos en bestias salvajes cuando vemos, por ejemplo, que una joven consuela a otro joven derrumbado entre lágrimas porque logró, nada más y nada menos, que continuar viviendo. Sobrevivir. Es ese miedo que se convierte en odio para poder justificar ante el alma el daño que ‘su’ humano, pequeño e ignorante, está infligiendo a otro humano. Es el mismo odio, el mismo miedo, que ha provocado que a un vendedor español de origen africano le hayan quemado su puestecito callejero en Sevilla, dejándole sin nada; es el mismo odio que permite que cientos de personas permanezcan en buques a la deriva en alta mar en condiciones inhumanas en el Mediterráneo o lleguen cadáveres de bebés a nuestras costas; es el mismo miedo, el mismo odio, que sienten cada día en nuestro país muchos ciudadanos por ser como son o por ayudar a otros a ser como son y continuar viviendo.

Hemos pasado demasiado tiempo sin abrazarnos como para no comprender que ese gesto además de dar amor salva vidas también. O quizá salva vidas porque da amor. Y estoy convencida de que es esto lo que molesta al miedo, que sigamos siendo ‘humanos’ a pesar de todo y que quizás, en el fondo, no hayamos perdido sino que hayamos ganado. Nuestra humanidad.