Hace un tiempo, escuché una intervención en la que alababan ciertos efectos del ibuprofeno. No, no la pronunciaba un pseudocientífico y sí, quien hablaba era un hombre de pro. En esa disertación se asociaba el consumo de ese medicamento con una menor probabilidad de tener Alzhéimer. Recuerdo sentir cierta tranquilidad. He tomado más pastillas de ibuprofeno de 600 mg en mi vida que canelones, por poner un ejemplo, y creer que iban a repercutir en una posible protección futura me infundió optimismo vital. Meses después, unas investigaciones científicas concluyeron que tomar ibuprofeno 600 mg es anatema. Leí reportajes, escuché a expertos advertir de los posibles efectos adversos y deseé no haber tomado ni una sola pastilla en mi vida. Los usuarios pasamos de poder comprar ese medicamento de 600 mg con total libertad a no poder hacerlo, salvo con una receta médica. Sin embargo, sí podíamos adquirir el de 400 mg. El mismísimo farmacéutico me guiñó un ojo y me consoló diciendo que, en caso de necesidad, me tomara pastilla y media. Soy demasiado hipocondríaca como para hacerlo y demasiado neurótica como para no llevar un analgésico en el bolso. Mi amiga médica me aconsejó que tomara dexketoprofeno, un vocablo impronunciable, pero de efectos estupendos sobre las contracturas. He podido comprarlo siempre libremente, hasta que hace unos días me dijeron que la receta es necesaria. Ahora que los centros de salud vuelven a abrir de forma paulatina y que entiendo que solo debemos ir por necesidad, cientos de usuarios provocaremos que nuestros médicos de cabecera deban realizar unos trámites burocráticos a los que les cuesta encontrar utilidad y sentido. Mi farmacéutico tampoco entiende nada y despotrica contra el sistema. Yo creo que seguimos normas incomprensibles e incoherentes. Hasta que se demuestre lo contrario.

Entender el porqué de las cosas ayuda. Por poner un ejemplo prosaico, era incapaz de vislumbrar la razón por la que mis hijos deben memorizar, a pesar de no comprender, poemas enteros. Mi amiga Pili, que es muy sabia, me recordó que la memoria necesita entrenamiento. A partir de ahora, callaré cuando les escuche vociferar Lo pi de Formentor y entono un mea culpa por haber cuestionado la utilidad de esos ejercicios. En cuestiones que afectan a derechos y obligaciones, explicar las cosas debería ser una exigencia. A día de hoy, no entiendo la gestión del toque de queda en una comunidad con una buena incidencia. Esa horita de más que nos han dado cada equis días y que nosotros hemos recibido como una limosna para nuestra libertad. Es ridículo permitir los tardeos que se montan los fines de semana y aceptar el ordeno y mando de a las doce en casa. No entiendo por qué me puedo ver con mi familia y amigos en casa, pero no en la mesa de un restaurante y me cuesta comprender por qué los establecimientos hoteleros están exentos de cumplir la mayoría de exigencias. Quiero creer que hay una cabeza muy, pero que muy biempensante, que lo tiene todo claro, pero sería un detalle que hicieran pedagogía del porqué de sus decisiones. Una vez aceptado que memorizar poemas es útil, necesito encontrar la razón por la que la asignatura de Música se sigue enseñando con una flauta, con canciones del siglo pasado y, encima, este año por vía telemática. Amiga Pili, ilumíname.