Como observadora constante de la realidad, no deja de sorprenderme la ligereza de no pocas personas a la hora de encasillar y etiquetar al prójimo. En alguna medida, a todos nos importa la opinión de los demás sobre nosotros mismos, pero la verdad es que vivimos en un mundo en el que nos atrevemos a definir a los demás con excesiva ligereza y a decidir cómo son y cómo piensan sin siquiera haberles preguntado ni escuchado. Imponemos numerosas etiquetas y procedemos a los encasillamientos en función de la forma de vestir, de la pertenencia a un club deportivo, de la proximidad a un partido político, de la profesión, de la formación, del tipo de amigos, del peinado, de la pareja o del barrio en que se vive, sin considerar que en un ser humano caben miles de matices que le avalan para no limitarse a encajar en un solo molde. Estas prácticas gratuitas e injustas constituyen actos frívolos en los que subyace un ánimo de desprestigio que suele ir acompañado de una actitud de desdén y, en definitiva, encierran una perversa clasificación entre buenos y malos en función de su coincidencia o no con determinados criterios y posicionamientos. Sea como fuere, parece probado que, a mayor autoestima y seguridad en uno mismo, menor necesidad de encuadrar al resto de los mortales en compartimentos estancos, ni de proferir la demoledora expresión “o estás conmigo o estás contra mí”.

A tenor de esta circunstancia, ya no sé si se trata de una virtud o un defecto pero he de admitir que, si existe alguna característica que me define razonablemente bien, es aquella que consiste en no entablar ninguna batalla que considero perdida de antemano. Disculpen esta inédita alusión a mi persona, pero me sirve para explicar que, con el transcurso de los años, he desarrollado un olfato especial para detectar tales contiendas, seguramente porque para mí el tiempo es oro y me disgusta malgastarlo en discusiones que, por su propia esencia, no pueden culminar en clave de victoria o derrota. No se trata de ganar o perder. Tampoco es cuestión de convencer o ser convencido. Paradójicamente, este concreto rasgo de mi personalidad suscita diversidad de opiniones en mi entorno. A algunos les agrada mientras que otros lo aborrecen, convencidos de que, por fuerza, conlleva algo de impostura. Los primeros valoran mi capacidad de diálogo, mi interés por escuchar y entender los razonamientos ajenos y mi propensión a colocarme en el lugar del otro. En cambio, no faltan quienes recelan de mi carácter conciliador, mi tendencia a la introspección y mi negativa a un enfrentamiento vano que, en el mejor de los casos, sólo le sirve como terapia a uno de los contendientes: el que, aun sin mala intención, decide trasladar sus demonios al otro en un día de furia.

Bien es cierto que jamás he pretendido atraer a nadie hacia mis posturas ideológicas y espirituales. Bastante ya me cuesta conjurar mis fantasmas interiores lo mejor que puedo, intentando en la medida de mis posibilidades no salpicar a mi alrededor. Me he limitado a educar a mis hijos siguiendo el modelo que heredé de mis padres (y que tanto me ayuda en mi día a día). No obstante, cuando asuntos de tanto calado como la política o la religión se sitúan en el centro de los debates, echo en falta interlocutores capaces de mostrar sus discrepancias con educación y sin resentimiento, alejados de la violencia y la falta de respeto, y coherentes a la hora de exigir para sí los comportamientos que demandan a quienes no piensan como ellos. Me consta por propia experiencia que el ejercicio de tender puentes implica un esfuerzo notable, pero se alza como un empeño posible y necesario. Y, en ese camino, evitar las etiquetas y huir de los encasillamientos constituyen dos etapas imprescindibles para alcanzar la otra orilla.

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