Cuando falleció Hassan II muchos políticos, diplomáticos y analistas auguraron una aceleración de las discretísimas reformas políticas e institucionales de los últimos años de su reinado. Mohamed VI estaba destinado a dirigir un auténtico proceso de modernización aprovechando (y consolidando) la autoridad que emanaba de ser la encarnación de la tradición religiosa y cultural de Marruecos. Es una contradicción que no ha evolucionado demasiado bien. Más o menos esa esperanza de cambio desmesurada se basaba en afirmar que un monarca que fundamenta su legitimidad en un estricto credo religioso (es denominado comendador de los creyentes) y dispone de un poder que linda con lo despótico está en condiciones óptimas para democratizar un país.

Mohamed VI pareció avanzar en un conjunto de reformas y expandir un clima de mayor tolerancia ideológica. En 2010 propuso una revisión en profundidad de la Constitución vigente por entonces (y promulgada en 1996) que en realidad condujo a una nueva Carta Magna. En la práctica una Carta otorgada. Los partidos políticos solo fueron consultados por la Corona para su redacción y nada menos que el 97,5 % de los marroquíes la aprobaron en referéndum. Es un texto constitucional que se cumple escrupulosamente en lo que se refiere a los amplios poderes que el rey se ha concedido a sí mismo y que se incumple amplia (aunque no totalmente) en sus contenidos más democráticos y liberales. En el ecosistema político marroquí puedes encontrarte con conservadores, liberales, socialdemócratas, comunistas incluso. No se suele molestar a nadie. Uno puede ser comunista, por supuesto, siempre que a) No cuestione la monarquía; b) No cuestione al Islam, c) No cuestione la integridad política y territorial del país, lo que se extiende desde el respeto debido a las Fuerzas Armadas hasta la consideración indiscutible del Sáhara Occidental como suelo y cielo, fosfatos y banco pesquero, pasado y futuro para siempre jamás del Reino Marruecos. Es decir, un puede ser liberal, socialdemócrata o feminista siempre que no se te ocurra poner en marcha proyectos liberales, socialdemócratas o feministas.

Marruecos creció mucho en los últimos lustros del siglo XX y los primeros del XX. Pero el incremento del PIB se ha moderado y no se ha logrado crear una clase media sólida; al contrario, el PIB per cápita es raquítico y apenas ha crecido en los últimos doce años. Rabat solo dedica 151 euros por habitante al año en gasto educativo y 61 en gasto sanitario, muy por debajo de los 100 euros por habitante y año en gasto militar. Una economía modesta y una situación social entre mala y pésima que puede explicarse por una desastrosa gobernanza, por una ruinosa apertura a un capital extranjero sumamente extractivo y, sobre todo, por una corrupción universal, ilimitada, casi estrafalaria, en el que los agentes más activo son el propio rey y el Majzén, que no es exactamente su Corte, sino su camarilla, una oligarquía informal y rufianesca que a menudo tiene relaciones familiares, accionariales o patrimoniales con el monarca. Ya hace tiempo que se evidenciaron los límites reformistas del régimen marroquí. Mohamed VI no es ya una figura modernizadora: se alza más bien como una garantía para impedir la democratización de Marruecos y la superación de la pobreza y la desesperanza de sus súbditos.

Gracias a España (y a Europa) Marruecos, gracias a esa estabilidad sustentada en la malnutrición, la frustración y el hastío de todo un pueblo, puede amenazar con sus aviones y fragatas y emplear a sus pobres, a sus desheredados, a los más despreciados de entre los suyos para asustar a sus socios y subir el precio de controlarse a sí mismo.