Lo contaba esta semana el diario The New York Times en una crónica excelentemente documentada de su corresponsal en Jerusalén.

Veintisiete días antes de que Hamás lanzara su primer misil contra Israel desde Gaza, un pelotón de policías israelíes entró por la fuerza en la mezquita de Al-Aqsa, el tercer lugar más sagrado del mundo musulmán.

Tras echar bruscamente a un lado a los vigilantes de la mezquita y atravesar el patio, los policías cortaron los cables conectados a los altavoces utilizados para transmitir a los fieles desde cuatro minaretes las oraciones del islam.

Ocurrió la noche del 13 de abril, el primer día del mes santo del Ramadán y coincidió con la celebración del Día del Recuerdo, que conmemora a todos los judíos caídos por la patria.

El jefe del Estado pronunciaba en ese momento un discurso junto al Muro de las Lamentaciones, situado en las proximidades y a un nivel inferior al de la mezquita.

Al parecer los funcionarios israelíes no querían que las palabras de su Presidente se viesen interrumpidas por las preces de los musulmanes.

Fue sin duda una provocación en toda regla que, como reconocería el gran muftí de Jerusalén, iba a provocar un rápido deterioro de la ya muy tensa situación entre las dos comunidades.

La crisis estalló en un momento en que en Israel peligraba el Gobierno de un primer ministro acosado por las acusaciones de corrupción y en que, en el otro lado, Hamás, que gobierna Gaza, intentaba afianzar su posición frente al partido nacionalista Al Fatah, liderado por el presidente palestino, Mahmoud Abbas.

Nadie al parecer se esperaba lo que vendría después. No había habido, por ejemplo, alborotos excesivos en Jerusalén cuando el presidente Donald Trump decidió, en abierto desafío a la comunidad internacional, trasladar la embajada de su país a Jerusalén, reconociéndola así como capital única del Estado judío.

A su vez, los dos millones de habitantes de Gaza habían estado ocupados de su propia supervivencia en medio del inhumano bloqueo israelí, agravado para colmo por la crisis del coronavirus. Pero lo ocurrido en la mezquita de Al Aqsa marcó sin duda un punto de inflexión.

Los jóvenes palestinos de los territorios ocupados, hartos de las vejaciones, detenciones arbitrarias y malos tratos infligidos diariamente por Israel, decidieron abrazar la causa de unas familias a las que se pretendía expulsar de las casas que ocupaban desde los años cincuenta en el Jerusalén árabe.

Se trata de familias forzadas a abandonar sus propias viviendas en los territorios ocupados por Israel en 1948 y a las que Jordania, que entonces administraba la ciudad de las tres religiones, alojó años después en el barrio de Sheij Jarreh a cambio de que renunciaran a su estatus de refugiados.

Las casas las reivindican, sin embargo, ahora los descendientes de judíos a quienes pertenecieron antes de la creación del Estado de Israel, y la justicia israelí los ampara.

Lo realmente grave, por discriminatorio, es que no ocurre lo mismo con los 700.000 palestinos que perdieron también sus casas y sus medios de vida en la guerra árabe-israelí de 1948 y a los que Israel no reconoce todavía hoy el derecho al retorno.