Los Acuerdos Abraham firmados al final de la presidencia de Donald Trump preveían que Bahrain, Emiratos, Marruecos y Sudán establecieran relaciones diplomáticas con Israel a cambio de ciertos favores de EE UU, que en el caso de Marruecos supusieron el reconocimiento de su soberanía sobre el Sáhara Occidental. Al tiempo que suavizaban el relativo aislamiento regional de Israel, su verdadera importancia residía en que ponían fin al derecho de veto que de facto los palestinos habían tenido hasta entonces sobre las relaciones entre Israel y los países árabes. Construidos sobre el convencimiento de que los árabes estaban hartos de ser rehenes de una situación bloqueada y que les había costado varias derrotas militares, y de que las divisiones palestinas entre la OLP y Hamas impedían todo progreso en el proceso de paz, los acuerdos llevaron a EE UU y a Israel a creer que los palestinos se resignaban a vivir indefinidamente bajo ocupación. La prueba es que en las últimas tres elecciones israelíes el problema palestino brilló por su ausencia, mientras continuaba la política de asentamientos que cada día hace más difícil encontrar una solución.

Pedradas y misiles

Y ahora el problema ha estallado de nuevo con muchos muertos y heridos por ambas partes, aunque siempre más del lado palestino. La razón próxima tiene que ver con una desafortunada coincidencia de celebraciones religiosas en muy pocos metros cuadrados considerados sagrados por judíos y por musulmanes. Los primeros festejaban el aniversario de la conquista y reunificación de Jerusalén con rezos en el Muro de las Lamentaciones mientras los más fanáticos, integrados en el grupo Lehava, recorrían provocadoramente la ciudad vieja al grito de «árabes fuera» y «muerte a los árabes». Paralelamente, los palestinos preparaban la celebración de la Noche del Poder (Layla’s al-Qadr), la más sagrada del Ramadán pues recuerda la revelación por el arcángel Gabriel a Mahoma de las primeras suras del Corán. Y el lugar elegido era la mezquita de al-Aksa que es la más sagrada del Islam después de las de Meca y Medina. Ambas celebraciones estaban separadas por muy pocos metros y saltó chispa, agravada por el desahucio de seis familias palestinas del barrio jerosolimitano de Sheij Jarrah, que los tribunales tuvieron que acabar aplazando a la vista del ambiente. Luego vinieron las pedradas, la ocupación israelí de la Explanada de las Mezquitas, el lanzamiento de cohetes por Hamas desde la Franja de Gaza, el subsiguiente bombardeo israelí, y la violencia intracomunitaria generalizada en muchas ciudades mixtas con preocupantes rasgos de guerra civil, mientras las dudas de Biden han impedido que el Consejo de Seguridad de la ONU tome cartas en el asunto.

Otras causas más remotas de este estallido tienen que ver con la frustración palestina por el bloqueo del fantasmagórico proceso de paz, por la aceleración de la política israelí de asentamientos, por la falta de esperanza y, en definitiva, por las desigualdades entre israelíes y palestinos que la pandemia ha aumentado.

Desde 2014 no había habido tanta violencia, que recuerda a las revueltas populares (Intifada) de 1987 y 2000. La diferencia es que entonces había interlocutores y ahora no porque Israel no logra formar gobierno tras cuatro elecciones en dos años, y los palestinos tienen un presidente que ni manda ni representa pues hace quince años que no se atreve a convocar elecciones. De manera que ambos contendientes tienen gobiernos débiles, unos por no parar de votar y otros por no hacerlo nunca. Y ya se sabe que los gobernantes débiles son más peligrosos pues suelen tener agendas propias más allá del interés del país.

Es imposible saber qué pasará ahora, lo que está claro es que se equivocan quienes creen que pueden enterrar el problema palestino y olvidarlo. El tiempo juega en contra de Israel por razones demográficas que ponen en peligro su carácter democrático, porque lo que ocurre coloca en una situación muy incómoda a los países árabes deseosos de normalizar relaciones, y porque en la opinión pública mundial y de los mismos EE UU cada vez ganan más fuerza las acusaciones de apartheid (Human Rights Watch) y de crímenes de guerra en los territorios ocupados (Tribunal Penal Internacional). El futuro de la democracia en Israel pasa por resolver el problema palestino. No verlo es ceguera.