El deporte ejerce una gran influencia en la educación sentimental de las personas.

A pocos días de la llegada de los grandes tappones del Giro de Italia, con la narración inigualable de Javier Ares y las cimas míticas de los Dolomitas –el Pordoi, el Giau, la Marmolada–, pienso en el papel que jugó el deporte en nuestra educación sentimental. Más que el cine, sin duda, aunque no más que la música. Hablo generacionalmente, claro está, y no a título individual. El deporte, en los años ochenta y noventa del pasado siglo, se articulaba en tres ámbitos: el fútbol, primero el de la quinta del buitre y, poco después, el juego espectacular que planteaba el Barça de Cruyff y que revolucionó la cultura del balompié español; el baloncesto, en segundo lugar, que enfrentaba –poco antes de la llegada de la generación de oro de los Gasol y los Navarro– a Magic Johnson contra Larry Bird, a Petrović contra Sabonis y a Audie Norris contra Fernando Martín (eran los años en los que se popularizó la NBA en España, gracias a las re-transmisiones de Ramón Trecet); y finalmente el ciclismo, con Perico Delgado y la posterior superioridad incontestable de Miguel Induráin. El ciclismo consumía las siestas de verano, al igual que el fútbol y el baloncesto amenizaban las tardes del fin de semana y, en alguna ocasión, algunas noches de entre semana, cuando llegaban las competiciones europeas. Pero el fútbol y el baloncesto eran básicamente eso, deporte, mientras que el ciclismo era mucho más: una épica extrema, un paisaje y una lengua. Estos tres aspectos cultivaban el alma de un modo en que no lo hacían otros espectáculos.

Gracias al ciclismo, los bachilleres de aquellos años nos adentramos en la geografía europea con una mirada limpia. Descubrimos pasos alpinos, como el Gavia nevado, y cimas desnudas, azotadas por el viento, como el Mont Ventoux, que cantó Petrarca en la Provenza. El Tourmalet te hacía pensar en un lugar espectral; los Lagos de Covadonga, en la victoria de Bernard Hinault; y las sombras del Mortirolo, en los bosques oscuros de un paisaje medieval. Creo que nada me impresionaba más que los nombres del Col d’Izoard y de l’Iseran o el dúo formado por el Télégraphe y el Galibier, con sus hermosos glaciares, manchas blancas junto al cielo. El ciclismo era un paisaje, pero sobre todo una épica: la del hombre llevado hasta sus límites o aun más allá; y una lengua: el riquísimo idioma de Javier Ares, inusual en el ámbito deportivo, que subrayaba la tradición en la cual se inscribían aquellos héroes actualizándose de nuevo en cada etapa, en cada vuelta.

Desde entonces, el deporte se ha profesionalizado muchísimo y también las canteras. Un país con escaso sentido de equipo como el nuestro, más propenso a la individualidad, empezó a ser extraordinariamente competitivo pre-cisamente en los deportes de grupo. El tenis, con Rafa Nadal, y la Fórmula 1, con Fernando Alonso, adquirieron una popularidad inusitada. De la escasez de retransmisiones se pasó a una presencia ininterrumpida, seguramente a costa del protagonismo de la radio.

Los diarios deportivos siguen gozando de su público y los niños continúan coleccionando cromos de sus ídolos. Y yo, que ya no sigo el día a día de ningún deporte –aparte del ciclismo–, pienso de nuevo en la labor educativa que supuso en nuestras vidas y que sigue ejerciendo hoy en el carácter y la personalidad de muchos jóvenes, quienes descubren por vez primera cómo la grandeza verdadera exige esfuerzo.