El mayo medio trajo grises severos y brisas tristonas y, en esa clave, la contabilidad del Covid siguió con cal y arena, según el ánimo de cada cual. No ayudan al optimismo las otras noticias que se cuelan en el menú previsible de los medios: la memoria del 15-M y las ilusiones colgadas de la década; las secuencias de la guerra eterna entre judíos y palestinos, con doscientas víctimas en una semana; y las fotos de las niñas desaparecidas, por culpas, acaso, de los adultos. Hojeo un opúsculo sobre La peste en Cartagena, que causó mil muertes en 1676, y la comparo con el azote actual en el terror de los vecinos (todos los miedos se parecen) y en las medidas para evitar los contagios y su extensión al levante; convive en la mesa de trabajo con el catálogo de la última exposición de Lola del Castillo, que me anima y, de algún modo, me mete en la cruzada diaria de la resiliencia para luchar contra la multiforme pandemia, ahora con la sabia protección de su Coraza vegetal.

En nuestro rico y confortable MUNA (Museo de Naturaleza y Arqueología que, dicho sea de paso, cuenta con la mejor sala de Tenerife) la artista lagunera, a la que todo inspira y nada detiene, colgó una muestra sorprendente, y oportuna por sus complementos didácticos, que suma las impresiones comprensibles de estas horas de zozobras y límites con la pulsión empírica que, genio y figura, mantiene intacta desde que la conozco. Comprometida con dar respuestas consecuentes a sus momentos vitales, desde su forzado retiro me contó que trabajaba sobre las visiones de su entorno y con pliegos de un papel artesano, con tantas imperfecciones como posibilidades, adquiridos en un viaje de enseñanza y recreo a la India. Después me avisó del resultado y, café mediante, me guió por un horizonte de colosal potencia comunicativa y conmovedora humanidad porque, con vegetales comunes que marcan un lugar o animan un baldío, contaba el momento y el aliento de todos nosotros.

En la experiencia osada y bien resuelta del carboncillo sin fijar y el acrílico blanco, Lola construyó un retablo secuenciado de árboles monolíticos y plantas silvestres que, por cercanía, los envidian y emulan. Juntos y confundidos, entre la realidad y el sueño, descubren lo que Van Gogh llamó sus “almas”. De su mano, la de Lola, entramos en panoramas sombríos que nos contagian la fascinación del misterio; y nos presentan los lares protectores que hablan de nuestro origen, de nuestro pasado y nuestro futuro. En las circunstancias especiales que nos tocan, nuestra amiga insistió en la plasmación de verdades que priman los sentimientos frente a la objetividad aséptica; y para sus parábolas eligió protagonistas comunes que cumplen las leyes capitales de la vida, la subsistencia subterránea en las raíces y la belleza hacia fuera; con nada que temer y tanto que aprender de ellos, empezando por la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a los agentes perturbadores y las circunstancias adversas. La lección imprescindible de este tiempo indeterminado y la garantía de los tiempos que están por venir, y vendrán, porque el arte tiene una fuerza liberadora para recuperar nuestros estados y ánimos originales cuando el mal decline y desaparezca.