Como ya asoman los calores, incluso en los universos paralelos como el nuestro, el ama de llaves repartió órdenes ayer para que se limpiaran todas las chimeneas del hotel, empezando por las del lounge, y se aceitaran luego las rejillas. Ocupados en esas estábamos, sin partirnos el lomo, cuando escuchamos un grito tan agudo como una espina: «¡Socorro, socorro! ¡Vengan aquí, por el amor del cielo!». Acudimos en tropel hacia la habitación de los alaridos, donde la atribulada doncella señalaba el bulto que acababa de hallar en el suelo, sin atreverse a mirarlo de frente: una pila de cenizas grasientas, un buen montón, como si un tronco de roble se hubiera escapado de la lumbre para arder en solitario sobre la moqueta; junto al cúmulo todavía humeante, unas pantuflas de caballero, del número 44, con iniciales bordadas. El ama, la envarada señora Danvers, no necesitó explicaciones para atisbarlo enseguida: «Pobre huésped -dijo-, se ha consumido en su propio fuego».

Sí, incrédulos amigos. Aquí, en el Cadogan, decimonónicos y habituados a la extrañeza, seguimos creyendo en los espíritus y en la güija, en las mesas parlantes, la telepatía y el mesmerismo, e incluso en el Euromillón y otros fenómenos inexplicables como ¡la combustión espontánea! Sucede generalmente en sujetos borrachines, macerados en alcohol y el reconcomio de su propia maldad. Un buen día, como si estuvieran hinchados de gas metano, estallan, pum, y pringan de hollín el techo.

La biblioteca rebosa de volúmenes con casos como el referido, pues fue un recurso empleado por los novelistas para quitarse de encima a algún personaje que estorbara. Lo usaron Melville, Washington Irving y Mark Twain. También Julio Verne, en Un capitán de quince años, y Nikolái Gógol, en Almas muertas. Pero, sin duda, la mejor y más celebrada escena de combustión espontánea se la debemos al talento de Charles Dickens en la novela Casa desolada, donde el trapero Krook, gran aficionado a la ginebra, al cotilleo y a los papeles viejos que ocultan secretos, pasa al otro mundo convertido en un montón de cenizas apestosas. La gente quería tanto a Dickens, aguardaba con tanta ansia sus historias por entregas, que siguió creyendo a pies juntillas y durante años en la posibilidad de morir flambeado como un crepe Suzette. Y él, erre que erre, defendió su postura hasta el final en una polémica con George Henry Lewes, compañero sentimental de la escritora que firmaba como George Eliot.