Según la definición que hace del antisemitismo la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto, no cabe calificar sin más de “racista” a un Estado como Israel que discrimina a sus ciudadanos árabes y viola diariamente el derecho internacional humanitario.

Pero, como muy bien señala el profesor Kehinde Andrews en un libro de recientísima publicación (1), ¿a qué otra conclusión es posible llegar si uno estudia el record histórico de ese Estado, que actúa además impunemente?

Lo cual nada tiene que ver con “antisemitismo”, explica Andrews, porque también Estados Unidos, Australia, Argentina, Brasil y otros Estados son fruto de “empeños racistas”, como lo son los países africanos, cuyas fronteras trazaron sus administradores coloniales.

Antes de 1948, Palestina era un territorio colonial sujeto directamente a la lógica del imperio, razón por la cual los sionistas no pidieron permiso a los árabes para instalarse allí, sino sólo a quien allí mandaba, es decir, el Reino Unido.

Como explica Andrews, Londres tenía sus razones para apoyar el sionismo: la declaración Balfour (noviembre de 1917) en apoyo del establecimiento de un hogar nacional judío sirvió en parte para “legitimar la invasión británica de ese territorio como parte de un esfuerzo para extender su imperio”.

El Gobierno de Londres pensaba que si conseguía ganarse a los judíos norteamericanos, éstos harían valer su influencia para la entrada de EEUU en la Primera Guerra Mundial.

Por otro lado, temía que, tras la revolución bolchevique, los judíos de Rusia, un importante aliado, que habían desempeñado en aquélla un papel importante, fuesen a sacar a su país del conflicto, por lo que había también que contentarlos.

Cuando las Naciones Unidas recomendaron la partición de Palestina para crear el nuevo Estado judío, se trató de una decisión antirracista, pero para establecer esa nueva nación, Occidente tenía que apoyar algo que creía haber dejado atrás.

La idea de que pudiese construirse un Estado de colonos blancos sin tener en cuenta para nada a la población local de piel más oscura representa “el epítome de la lógica colonial”, escribe Andrews.

En opinión de ese profesor de “estudios negros”, de la Birmingham City University, la violencia empleada para la creación del Estado israelí recuerda en cierto modo las campañas que sirvieron para la e Estados Unidos.

En 1967, cuando Israel estaba amenazado por sus vecinos árabes, un asesor de la Casa Blanca del demócrata Lyndon B. Johnson confesó, en alusión al “espíritu de frontera”, que los israelíes le recordaban a los texanos.

Después de la horrible tragedia del Holocausto, parece claro que no debe ponerse mínimamente en cuestión la existencia del Estado de Israel.

Pero esto no significa condonar el tratamiento por ese Estado de los palestinos que viven dentro de sus fronteras internacionalmente reconocidas como en los territorios ocupados o en Gaza.

La discriminación de los ciudadanos árabes que viven en Israel (más del 20 por ciento de la población total de ese Estado) no puede sino calificarse de “apartheid”, por mucho que repugne ese término.

Y a ello hay que sumar la ocupación ilegal de tierras y otras propiedades para el asentamiento de nuevos colonos y los diarios atropellos de los derechos humanos de los palestinos en unos territorios convertidos por Israel en meros bantustanes.

Denunciar tan graves e impunes violaciones del derecho internacional humanitario en ningún caso es “antisemitismo”, como pretende la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto y digan lo que digan los poderosos defensores que tiene el Estado judío en todo el mundo.

(1) The New Age of Empire. How Racism and Colonialism still rule the World”. Ed. Allen Lane.