El mejor termómetro para saber si las cosas que me preocupan son estupideces –lo que sucede cada vez con más frecuencia– es mi amiga C.

Mi amiga C. es, ustedes la recordarán, la involuntaria protagonista de varias de mis columnas, porque todo lo sensato que sucede en mi vida suele venir de su mano. Menos una vez, que se volvió loca e hizo algo totalmente impropio de ella, que no conviene recordar en este momento para no empañar el panegírico que ya van adivinando me voy a marcar.

C. ha llegado a lo más alto de su profesión por el poco común procedimiento del mérito propio y el trabajo bien hecho y es, además, producto de la educación pública, cuando era pública y era educación. Así que tiene todos los tics y miedos preceptivos de las que son como nosotras: síndrome de la impostora, pocas ganas de más ascensos y preocupación por la deriva de este mundo nuestro, que quien dice mundo dice país y quien dice país dice ciudad.

Bien. Ya hemos hablado suficiente de C. Hablemos de mí.

Como digo, cuando quiero saber cuán importante es un tema para la conservación y desarrollo futuro de este planeta, se lo comento a C.

Ella casi siempre se ríe ‘con’ o ‘por’ o, incluso, ‘de’ mis cosas. Pero, según el compás de la carcajada esa cascabelera que tiene, ya voy notando yo si mi planteamiento es, efectivamente, una pavada o tiene su enjundia.

Y sucede que hace más de un año, con sus días raros y sus noches insomnes, que C. y yo no nos vemos en persona. Llegó el confinamiento y pasó el confinamiento. Pero no se ha dado la oportunidad, unas veces porque yo trabajaba fuera, otras porque ella enganchaba una reunión virtual con otra, las más de ellas por miedo a contagiar a nuestros respectivos progenitores, porque somos de esa gente incapaz de cargar con una muerte sobre sus conciencias. Sí, ya sé que habitando en la Tierra de la Libertad esas tonterías no se estilan, pero qué le vamos a hacer, somos muy nuestras para lo nuestro.

Dirán ustedes que ya están las nuevas tecnologías para suplir la carencia de encuentros reales, pero, quia. Entre que estamos agotadas de pasar la mayor parte del día frente al ordenador y que su risa virtual suena distinta a la de toda la vida, no funciona igual; de modo que si le cuento, por ejemplo, que temo que la mascarilla me haga más vieja o que no duermo pensando que ya nunca seré la de antes, o que lloro más con las comedias románticas que con los documentales de crímenes, no puedo saber si se ríe como diciendo: “ahí le has dado” o si, por el contrario, su risa significa “más pirada no puedes estar, haz que te miren eso”.

En este año largo y maldito que ha pasado –y lo que nos rondará, morenos– C. ha tenido varias pérdidas cercanas y muchas otras complicaciones. Y yo no he podido abrazarla ni mirarla a los ojos. Ambas somos conscientes de que, comparado con los dramas que no han dejado de sucederse en todos estos meses, eso no es casi nada. Pero no dejo de pensar en que esa cosa frágil y quebradiza que es nuestra estabilidad mental, nuestro equilibrio, nuestra existencia, en fin, depende, en una enorme parte, del contacto con gente como C.

Gente que es ancla y es casa y es bálsamo. Gente que apenas se hace notar cuando está, pero que cuando desaparece de lo cotidiano deja un hueco enorme que se traga cualquier intento de llenarlo con sucedáneos.

No sé si les he dicho que pronto voy a volver a ver a C. Van a agradecerlo, créanme