Michael Sandel publicó hace meses La tiranía del mérito, un sugerente ensayo donde censura el elitismo intelectual y la soberbia que encierra. Argumenta el laureado pensador norteamericano que la meritocracia parte de una injusticia social, porque solo tienen acceso a la formación selecta quienes pertenecen a familias con posibles, generando de ese modo un amplio rechazo en el resto de ciudadanos que no componen esa odiosa camarilla. Tal vez el docente de Harvard se refiera a la singular realidad estadounidense o de algunas otras naciones que aún no han experimentado la extensión a todo el mundo de la educación superior, porque desde luego sus tesis suenan a rancio discurso igualitarista en aquellos sitios en donde estudiar una carrera se ha convertido en algo generalizado.

A vueltas con los méritos

Podría llegar a reconocerse que esa brecha que se abre entre los que cuentan con un grado de las primeras universidades yanquis y los que no lo tienen esté detrás de algunas reacciones populares de rechazo a esa docta aristocracia (léase trumpismo), pero mis dudas tengo de que algo así resulte extrapolable a otras latitudes.

Aun aceptando también sus criterios sobre la recurrente arrogancia que estila la flor y nata que lidera a gobiernos y corporaciones tras beneficiarse de su origen socioeconómico, de lo que no nos habla Sandel es del resultado final de dichos afanes al frente de las naciones o las empresas, porque bien se comprenderá que siempre es mejor tener en el poder a personas bien dotadas que no hacerlo. La pregunta a la que no responde es la siguiente: ¿hemos de limitar el acceso a los principales puestos de responsabilidad pública o privada a aquellos que han asistido a los más cimeros centros universitarios, por el mero hecho de que han podido conseguirlo gracias a la posición de su entorno familiar? Patrocinar algo así no solo lo encuentro insostenible, incluso en términos morales, sino que impide que tanto países como compañías renuncien al concurso de los que sobre el papel están más preparados.

El bien común que se obtiene al contar con los mejores se traduce habitualmente en un mayor conocimiento de los problemas que han de lidiarse, de ahí que prescindir de ellos por esas pueriles consideraciones de acomplejamiento social que plantea el de Minnesota no pueda compartirse. Y sin mencionar las enormes posibilidades que se disponen en muchos casos para instruirse en esos templos del saber, a través de becas o facilidades de pago.

Indudablemente, en lugares donde no quedan paredes donde colgar títulos académicos, no parece de recibo mantener la existencia de dirigentes sin un mínimo de capacitación. Es más: solo debieran ocupar esas magistraturas los que han superado con éxito determinados ciclos formativos de alto nivel, como durante años sucedió en Francia con sus Grandes Écoles, porque con ellos al timón podríamos favorecernos como sociedad, aunque sea cierto que ni así tienen a veces remedio los desafíos.

Michael Sandel, en fin, tampoco repara en el innegable esfuerzo personal que han debido invertir los candidatos a obtener esos diplomados de prestigio. Esto es: admitiendo que hayan podido matricularse como consecuencia de su patrimonio familiar, ninguna institución de esa categoría acostumbra a regalar nada, precisamente para preservar su reputación, como bien conocen sus protagonistas. De ahí que denostar a estos cuadros de superprofesionales por el simple hecho del resentimiento envidioso que su notoriedad pueda producir en terceros, no sé si tiene demasiada justificación.

Con independencia de resquemores y otras zarandajas, hemos de seguir tratando de incorporar a los mejores a los puentes de mando, primando el mérito y la capacidad. O al menos a los que alcancen una mínima talla en ambos terrenos. En caso contrario, seguiremos quejándonos de lo mal que van las cosas, cuando ya sabemos dónde pueden estar algunos de los remedios, esos que Sandel critica sin compasión en su última homilía, como agudamente tilda a su controvertida obra Álvaro Delgado-Gal.